QWERTY · 26 de abril de 2011

Le quedan dos máquinas de escribir; la segunda, que lo acompaña en sus mudanzas, es una preciosidad de color azabache: una Hispano-Olivetti M40 de 1931, pero de carro largo. De vez en cuando, alcanza un folio y escribe cualquier cosa con tal de volver a escuchar su sonido. No puede decir que eche de menos el tippex y los caprichos de los carretes, pero su suerte está ligada a las máquinas de escribir por algo más que aporrear los teclados de los ordenadores del mismo modo, rápido y con saña.

Hace años, cuando se pusieron de moda los tatuajes, hubo quien se ofreció a hacerle uno. Le pareció una idea absurda; el tipo de idea que rechazaría en casi cualquier circunstancia, porque impone una permanencia contraria a su carácter; como estar condenado a verse todos los días con la misma ropa; como si no fueran suficientes los mismos ojos, la misma nariz y lo demás. No obstante, lo pensó. Y lo siguió pensando. ¿Qué podía ser merecedor de un par de centímetros de su piel? Exceptuando cuestiones no comentables en martes porque nuestro hombre es un caballero de martes, sólo había una cosa: las seis letras de QWERTY.

Una mañana, le llegó la voz de que el último o uno de los últimos fabricantes de máquinas de escribir suspendía la producción; él apagó la voz y siguió con su café. El mundo siempre se llena de obituarios románticos y acaramelados en estos casos; es una forma decente y poco comprometida de mostrarse sensible ante los corazones sensibles, que son legión cuando se trata de sucesos decentes y poco comprometidos. Pero la muerte de la máquina de escribir no era cualquier muerte; belleza aparte, salvó a muchos de su mala letra. Y obviando el hecho de que un final de producción no es necesariamente un final, dejó la taza, se llevó una mano al brazo y lamentó no haberse tatuado gratis cuando pudo.

Al final, resultó que la noticia era falsa; la empresa en cuestión seguía fabricando máquinas de escribir para unos clientes interesados en una herramienta de escritura donde no se pudiera esconder nada ilegal: las cárceles. Nuestro hombre se giró hacia su M40 y alzó el café a modo de brindis. Tenía un buen motivo. Sólo la invención más estúpida de la humanidad, el sistema de prisiones, podía ser tan estúpida como para olvidar que una máquina de escribir no sirve para ponerlo todo a la vista de todo el mundo, sino para ocultarlo todo a la vista de todos.

Madrid, abril.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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