El satisfecho · 26 de mayo de 2011

No es un buen escalón para sentarse; es pequeño, metro y medio de largo, y demasiado bajo para piernas tan grandes. Pero es un buen portal, en lo alto de una calle empinada en cuyo extremo opuesto se alza el muro de la Gran Vía y la torre del reloj rojo.
—¿Qué hora es? —Marcos está en el escalón. Tiene aspecto de cualquier barrio, vaqueros, camiseta negra, una camisa abierta por encima.
—Y diez.
Marcos ríe.
—¿Qué pasa?
—Nada, que tiene cojones.
Álex ni pregunta; para qué. Sabe de qué está hablando. Se puede no saber a los veintipico, se puede dudar a los treinta y pico, pero estos dos pasan con mucho de los cuarenta y si no saben ahora, apaga y vámonos.
—¿Te acuerdas de lo que decían?
—¿De qué de todo?
Marcos vuelve a reír.
—Y menos mal que no hicimos caso.
—Yo no tuve elección. Llevo quince años con lo puesto —se coge la camisa con el índice y el pulgar de cada mano y la sacude—. Pero tú la tenías.
—¿Y qué?
—Y nada.
Álex lo mira con enfado.
—Y nada, en serio.
—Ya.
—Pero no me negarás que la tenías.
Álex inclina el tronco hacia Marcos. Se ha apoyado en el coche de enfrente, con su chupa de cuero que vio tiempos mejores y una cinta fina en la muñeca izquierda.
—Yo no quería esa vida, tío.
—Vale, yo tampoco; pero tú podías y yo no. Eras un satisfecho.
—¿Satisfecho?
—Vamos a dejarlo.
—No, no quiero dejarlo. ¿Qué es eso de satisfecho?
Marcos saca la pitillera y le ofrece un cigarrillo. Él también coge uno; como está mal liado, se lo pasa por la lengua para cerrarlo mejor. Álex espera, se lo enciende y se enciende.
—Que no abrías la boca. Todo te iba bien... éramos los demás, que no sabíamos. O no te importaba.
—Claro que me importaba.
—Si tú lo dices...
Álex calla. Le apetece insistir y llevar el asunto a una bronca, pero sólo porque necesita desahogarse.
Marcos echa el humo mirando al cielo.
—Bueno, ¿y qué? —lo desafía Álex—. Si lo era, ya no lo soy.
—No, ya no lo eres —dice Marcos.
—Pues eso es lo que vale.
—Al final.
Al cabo de siete minutos, con los cigarrillos a punto de extinguirse, aparece Pablo. Aparece tarde, como de costumbre, y es bastante más joven que ellos; llega a los veinticinco por la barba que se ha dejado para parecer mayor, aunque en su carnet de identidad dice veintiuno.
—¿Nos vamos?
Marcos y Álex se miran. Marcos ríe; Álex, no.
—¿Qué pasa? —pregunta Pablo.
—¿Cuando te vas a afeitar esa barbita de mierda? —dice Álex—. Hasta mis abuelos eran menos antiguos que tú.
—Es verdad, joder. ¿Vais a hacer la revolución con pintas de progre setentero?
Álex se descojona. Pablo ni caso.
La calle pierde el silencio a medida que descienden primero y ascienden después hasta la gran avenida donde prácticamente no hay sombras. La cruzan, callejean hacia Carmen y siguen a Sol. Van de acampada.

Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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