Bien · 2 de julio de 2011

Tarde, verano, Gran Vía, de Callao a Red de San Luis, no falla: los de la acera norte, a pleno sol, son turistas; los de la contraria, de cualquier parte con sentido. Pero la jerarquía del sol se ha roto. Falta poco para que empiece la marcha del orgullo gay y la calle está llena de gente más atrevida en su indumentaria, más sana en su falta de indumentaria y más mezclada que de costumbre. Madrid en estado puro, sin vergüenza. Perfectamente libre. Un placer.

Diez minutos y dos paradas de Metro más allá, el calor pide un café con hielo. El bar está casi vacío; la camarera, el camarero y un cliente. Ninguno es español. El camarero es un peruano gay que podría haber sido adolescente en la ciudad de los ochenta, porque no tiene ni medio gramo de prejuicios; la camarera, compatriota suya, es una chica encantadora y de carácter, aunque más conservadora; el cliente es un desconocido, tal vez ecuatoriano por el acento. Y de repente, el asombro.

-No sé, siempre he querido probar –dice el cliente.
-¿Probar por probar? Porque si no te gustan los hombres... –alega el camata.
-Bueno, me gustan las mujeres. Pero también los hombres y no me atrevo.

Veamos. No es de noche, sino las seis de la tarde en toda la indiscreción de la luz y el chicharrero de las seis de la tarde. No es un bar de copas ni esto es Malasaña, Chueca, Santa Ana, Huertas o los Austrias; es un bar-bar, de caña y pincho, no cutre pero-pero. Incluso obviando la extracción cultural del cliente, los tres que ya estaban y el que acaba de llegar se encuentran en el último lugar del mundo donde un hombre medio confesaría delante de un desconocido, sin intención alguna de ligar, que le gustan los hombres y que no se atreve. Además, hay que ver al desconocido, un tipo largo, alto, enteramente de negro; sólo le faltan espuelas en las botas, porque lleva botas, y pedir un whisky en lugar de un café.

La historia oficial del machismo tiende a olvidar que los hombres también son sus víctimas. A partir de cierta edad, llueven hostias; todas, dirigidas a destruir cualquier expresión sobre la que recaiga una sombra de debilidad. Al cabo de un tiempo, la mayoría se convierte en un saco de inseguridades más o menos disimuladas, desde una vergüenza general por su propio cuerpo hasta un pánico general a ser distintos. Si fuera posible descontar la sexualidad en el paso de la hetero a la homo/bisexualidad en los hombres, se descubriría que, en muchos casos, es un paso de la esclavitud a la libertad. Lógico. Para la cultura tradicional y no tan tradicional, la creación de un hombre hetero implica la creación de un esclavo.

El cliente de negro, que ya estaba dando vueltas al café, se ve envuelto en el debate. Naturalmente, apoya al camata cuando aconseja que haga lo que le venga en gana, que sobre todo y por encima de todo no malgaste su vida. Y cuando la camata le coquetea como si temiera que su cliente de negro preferido resulte ser un oso, responde: «no, no soy gay, pero daría cualquier cosa por serlo». Dejaremos la razón para otro día. Lo importante, al salir del bar, es que el cliente medio se siente mejor que nunca y que el de negro se ha ganado otro café. Bien.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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