El escenario · 30 de octubre de 2011

Capítulo IV de El retrato de Dorian Gray, casi al final. Lord Henry mira con tristeza a Dorian, acepta su invitación de ver a Sibyl Vane en el papel de Julieta y afirma: «Me encanta el teatro; es mucho más real que la vida». Pero no nos enredemos en el concepto de realidad; ni en las grandes y viejas posibilidades de la contraposición entre representación y realidad, que aquí estarían suavizadas por el carácter de lord Henry y por el espacio que ocupa en el argumento. Tiremos de un hilo más cercano, el de Sibyl, la actriz que tenía «la gracia de una figurilla de Tanagra».

En la obra de Wilde hay varias referencias a las famosas estatuillas griegas de terracota, muy de moda a finales del siglo XIX. Aparecen por boca de Ernest en El crítico como artista, ligadas al concepto de belleza y a la libertad en el arte; describen el aspecto de Mabel Chiltern en Un marido ideal y apelan a la delicadeza de otra Sibyl, Sibyl Merton, en El crimen de lord Arthur Savile, donde se lee una explicación sobre el teatro y la realidad que afila la ya mencionada de lord Henry: «Los actores son muy afortunados. Pueden elegir si actuarán en una comedia o en una tragedia (...) Pero la vida real es diferente. La mayoría de los hombres y de las mujeres se ven obligados a representar papeles para los que no están capacitados (...) El mundo es un escenario, pero con un reparto deplorable».

Casi todos toleramos la incompetencia en las tablas del mundo y la rechazamos en las tablas del teatro; admitimos toda la realidad afectada, inverosímil, ficticia que nos ofrecen las tramas de la política y rechazamos cualquier ficción que nos parezca afectada, inverosímil, irreal. Somos así. Y aunque lo primero no diga nada bueno de nuestra evolución histórica, lo segundo lo dice largamente; la civilización desaparecerá el día en que la mayoría de nosotros, los malos actores de El crimen de lord Arthur Savile, seamos incapaces de distinguir una actuación nefasta en una escena. Será entonces y no en el mundo, será frente a un personaje en un libro o en un escenario, donde habremos perdido el concepto de realidad.

Ayer falleció uno de esos actores que hacen del teatro un espectáculo «mucho más real que la vida», Walter Vidarte. Uruguayo de nacimiento y discípulo de Margarita Xirgú, se exilió a España en 1974, tras ser amenazado de muerte por la Triple A. Fue un gran profesional. Hizo su trabajo y lo hizo bien durante décadas. Quizás por eso, porque sólo hizo lo que exigimos en el arte de la representación, su cara desaparecerá mañana con las escasas notas de prensa que han recordado su vida en las páginas interiores de los periódicos. Las cosas son así; la realidad será, mientras no la cambiemos, así. «El mundo es una controversia», afirma el Pica Lagartos en el último acto de Luces de Bohemia; y don Latino, que Vidarte interpretó a finales del siglo XX, le corrige desde el fondo de Valle-Inclán: «¡Un esperpento!».

Madrid, octubre


— Jesús Gómez Gutiérrez


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