Metro · 12 de noviembre de 2011
1. La negra avanza por el vagón del Metro. Tiene la cara hinchada; la mirada, triste y algo perdida; la melena, sucia y algo revuelta y la voz, quejumbrosa. Se le entiende poco. Repite la misma frase, en un castellano arrastrado, sin energía, que revienta los corazones de los presentes porque sus palabras al borde de la desesperación también parecen al borde de la tragedia. Pero los corazones revientan de forma extraña. Algunos, esconden los latidos en expresiones impasibles; el resto, en miradas que son disculpas, adhesiones y encogimientos de hombros que no alcanzan a convertirse en centavos.2. Casi en la edad de jubilación, la mujer que podría ser madre, tía o vecina de cualquiera, pide ayuda. Su historia es como tantas. Lo único que la diferencia de otros narradores de historias como tantas es que todavía no se ha acostumbrado a pedir. Cabizbaja, añade un «qué vergüenza» constante a su recurso de última instancia a los viajeros, que la saben ferozmente real. Con ella ni siquiera cabe la duda de los motivos, siempre perfecta para no ver lo que no se quiere ver. Necesidad. Desamparo. La injusticia en una de sus formas peores. Cuando el vagón se detiene, la mujer se tambalea y una chica, joven, le ofrece una mano.
3. Como soldados descansando en la batalla, pegados a la pared de la escalera, con mantas al hombro, rostros duros, calzado viejo. Son lo primero que se ve al traspasar las puertas de la estación. Como soldados en fila, sentados en los escalones, de espaldas a la calle donde sigue la guerra. Son veteranos de la derrota. Al caer la noche se repartirán por los albergues, los bancos y los soportales; ahora, a unos minutos de la puesta de sol, miran las columnas que surgen del túnel con ojos de muro gris. Entre los cuerpos que suben, están sus reemplazos.
Madrid, noviembre.
— Jesús Gómez Gutiérrez