Leones · 21 de diciembre de 2011

Allá por 1907, en el Día de los Inocentes, un periódico de Madrid informó del robo de uno de los leones del Congreso. En la noticia, que incluía una fotografía trucada, se decía que dos mujeres estaban paseando por los jardines de enfrente cuando una de ellas sufrió una crisis epiléptica. Al oír sus gritos, el sereno y los guardias del Parlamento se acercaron a ayudar y se la llevaron a la Casa de Socorro, momento que aprovecharon «cinco o seis hombres» para desplazar el felino, deslizarlo por un tablón y arrastrarlo hasta un carro donde lo cargaron «con auxilio de unas fuertes maromas».

El león era el segundo según se baja por la Carrera de San Jerónimo. A efectos oficiales sería Velarde, porque se supone que los leones del Congreso se llaman oficialmente Daoíz y Velarde; a efectos populares sería Malospelos, porque se supone que Benavides y Malospelos son sus nombres matritenses desde que Clarín los ironizó a lo bestia en León Benavides a partir de una cita breve de La prudencia en la mujer, de Tirso de Molina. Pero la inocentada no habría engañado a tantos si no hubiera sido tan coherente con los recortes de nuestros Gobiernos. Muchos creían que los leones se habían hecho de nada, chapa pura y fácilmente levantable, como la estructura política y económica del país.

Más de un siglo después, la inocentada volvería a ser creíble: España sigue siendo Reino y, por ende, una chapuza. Además, un Congreso como ése no merece dos leones. Para encontrar leones merecidos, hay que pasar de la política a la piel, lo cual nos lleva a la Cibeles. Pero ésa es otra historia; la de dos amantes, Atalanta e Hipómenes, a los que Zeus convirtió en reyes de la selva tras descubrirlos haciendo el amor en uno de sus templos. Cibeles se apiadó y los unció a su carro para que estuvieran juntos. Y aun así, como los del Congreso, se niegan la mirada.

Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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