Los resignados · 30 de enero de 2012

Avanza entre la gente de la tarde, con la espalda doblada y una pierna rígida. Es de estatura tan baja que, cuando se gira y levanta una taza azul, de metal, que evidentemente espera una moneda, nadie la ve. Desde el otro lado de la calle, la escena se vuelve odiosa y absurda, como casi todo en estos años. Le falta poco para arrastrarse. No habla. Sólo levanta la taza. Así, hasta que llega a los contenedores de vidrio y papel, donde deja el recipiente en el suelo y se detiene.

Hace unos días se publicaba un informe sobre el aumento de la pobreza en nuestro país; más de un cuarto de la población y creciendo. Y a la sombra de ese informe, con menos espacio en las noticias, un estudio donde se afirmaba que el 90% de la población con discapacidad grave está en situación de «pobreza moderada» y el 56%, de «pobreza extrema». Noventa y cincuenta y seis. Para mayor gloria de nuestra debacle moral, porque el miedo y las dificultades no justifican la pasividad ante la injusticia ni el silencio ante hechos que quitan cualquier tipo de legitimidad a este sistema.

En 1944, una dirigente nazi se presentó en Múnich para hablar a los campesinos. No les dio esperanzas; les dijo que el führer había preparado una muerte sin dolor para todos los alemanes y que debían estar contentos. La anécdota, que Arendt recoge en Eichmann en Jerusalén, terminaba con esta descripción del escritor Reck-Malleczewen, asesinado en Dachau: «¿Y qué ocurrió? ¿Los campesinos bávaros tuvieron al menos el buen sentido de arrojarla al lago más próximo, para enfriarle un poco sus entusiastas deseos de morir? No, nada de eso; volvieron a sus casas, meneando la cabeza».

De momento, parece que la mayoría de la población española está dispuesta a seguir el ejemplo de los campesinos bávaros; sacuden la cabeza y se marchan, resignados a su suerte y aparentemente ajenos a la suerte de personas como la anciana de esta tarde, que intentaba llegar a la boca de los contenedores. Al acercarme para darle el suelto que llevaba encima, ha querido mirarme a los ojos. No ha podido. Su cuerpo, roto, ni siquiera daba para erguir la espalda y mirar.

Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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