47 · 25 de enero de 2012

Desde este mes, J. tiene una muela menos; ya son varias menos, que nunca puede sustituir por puentes o implantes. Y J., que está a punto de cumplir cuarenta y siete, se pregunta si todas sus palabras-palabras y palabras y actos no valen el precio de una muela. Tampoco es el colmo de la ambición; obsérvese que no piensa en reconocimientos, resarcimientos, en fin, sino en una muela. Pero empecemos:

Era una calle del sureste, flanqueada de edificios en lo más alto y de descampados después, donde sólo se alzaban las vías del ferrocarril y un cerro con muchas bocas redondas. Las bocas eran las entradas de los túneles que los chicos cavaban para jugar, porque no había mucho más con lo que jugar. Cabían en fila y de milagro. Si alguno estaba demasiado gordo, no cabía. Si la linterna fallaba en mitad de la aventura, se pasaba un rato de angustia y tinieblas que se disimulaba entre risas y tos. De vez en cuando, uno de los túneles se hundía y el juego terminaba verdaderamente mal.

J. no sabe cuándo se dejó de jugar en aquel cerro. J. sabe cuándo dejó de jugar en él y qué le debe al estómago de la bestia de arena: el disimulo de las risas y la tos. Así que el día 30, al cumplir otro año, fingirá del mismo modo. «¿Te has quedado sin luz?» «No; he apagado aposta.» Es la respuesta de la gente que admira. De niños, lo decían por hacerse los duros; de mayores, por restarle importancia. Y como sus palabras-palabras y sus palabras y actos van por ellos o esencialmente por ellos, qué importa una muela más.

Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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