Aquí no se puede · 12 de noviembre de 2012

Corren los ambulantes con sus caras negras y sus atados blancos, llenos de bolsos, pañuelos y gafas. Antes que ellos, corrían los músicos del Metro; pero eso era abajo y además, no huían de los agentes al servicio del Estado, sino de unos tipos de uniformes baratos que por unos cuantos euros y una porra juegan a perseguir a los que se cuelan, a los guitarristas, a los inmigrantes y a cualquier menor de treinta años que no tenga un aspecto perfectamente convencional.

Tras los ambulantes, que huyen por Carretas, les llega el turno a los chicos que estaban patinando. Márchense, aquí no se puede, dicen tres policías mientras un hombre estatua hace mutis por el foro. Los espectadores se quedan perplejos; serán de otro país, porque asisten a la escena como si la vieran por primera vez y, en algunos casos, buscan explicaciones extravagantes, como recién salidas de la televisión: para la jubilada del bolso, es cosa de drogas; para el ricitos del bárbol, delincuencia juvenil. Uno de los chicos se inclina y empieza a recoger los conos amarillos del suelo.

Ni ambulantes ni guitarristas ni hombres estatua ni monopatines; los únicos que se salvan de la limpieza nocturna son los mariachis y un mimo que va de mimo, entiéndase, nada de modernidades formales o ideológicas en el escenario. Luego, empieza a llover. Corre la policía a los coches y a los furgones, que en menos de diez minutos se quedan solos. Corre la gente a los portales y a las tiendas, desde donde miran los coches y los furgones. Es una noche de tantas, en Sol.

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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