El pulso · 24 de febrero de 2013

Son el himno de estos tiempos; canciones que se repiten una y otra vez en la calle: Katiusha, Kalinka y, a veces, Polyushka polye. Sonaban el jueves en el Parque Europa de Gijón, mientras lo cruzaba hacia la estación de autobuses y sonaban el lunes en el Metro de Madrid, mientras viajaba hacia la estación de autobuses. Rumanos o búlgaros con un acordeón. Sonidos rusos con estepas y águilas azules. ¿Qué queda cuando Katiusha deja de cantar a su soldado?

En mi opinión, necesitamos más canciones que nunca; algo digno que nos hable de las causas comunes con la garra de la realidad, desde abajo y desde dentro, como cualquier expresión que merezca la pena. Pero no hay canciones; hay niños con conceptos sin alma e integrados que no tienen ni tendrán alma porque se asientan demasiado lejos de la vida. Así no se puede escribir ni un buen poema ni, desde luego, una buena canción. Y la calle está tan silenciosa que los sonidos de unos inmigrantes muy particulares, generalmente ajenos a los países que cruzan, son generalmente su único pulso.

Cuando Katiusha deja de cantar a su soldado, queda un espacio de desconocidos sin emociones compartidas. La ribera no es ribera, la niebla no es niebla y el joven del frente es un cadáver, en el caso de que existan el joven y el frente. En nuestra tierra, que siempre fue de canciones, se ha olvidado lo más importante de todo: que lo que no se canta, no sobrevive.

Gijón, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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