Temple · 7 de junio de 2013

Se coge una caja de zapatos; se tira la tapa, se arranca el lateral derecho y el frontal, se dibujan ventanas y puertas en las paredes que quedan y se llena todo con muñecos sucios. Así es el rectángulo inicial de Doctor Cortezo, visto desde la acera de enfrente, para el tipo que esta mañana se acerca a la Capilla del Ave María por primera vez. No es religioso. Es que dan bocadillos, leche y magdalenas en el comedor.

Algunos de los muñecos están hablando. Naturalmente, no los puede oír; el tráfico lo impide. En su cabeza, hablan en otros idiomas y sus camisas se cubren de subtítulos cuando mueven los labios, por asociación con el cine que es el lateral izquierdo de la caja. El cine, lo conoce; éste de ahora y también el de antes, una sala con público de pantalla y de amor por dinero. Cuando la vida tenía un sueldo a fin de mes y días libres los fines de semana, pillaba un autobús, se bajaba en Benavente y atravesaba el rectángulo hasta la cola de las taquillas. Sin duda, era otra vida. Amigos, chicas, un buen rato. Recuerda noches que acabaron con el día tumbado sobre los Austrias, y otras noches menos gloriosas o, simplemente, más hogareñas.

Se acerca el momento de cruzar. De acera a acera hay dos zancadas. El semáforo cambia y el tipo cruza hacia el mundo de los subtítulos en las camisas, cuyos muñecos ocupan el espacio sin orden alguno, como en el patio de una cárcel. Todavía no se ha abierto el comedor; podría pasar de largo y dar una vuelta hasta la hora; pero, si las cosas son así, que empiecen pronto.

Madrid, junio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/