Reichstag · 28 de noviembre de 2013

De Barcelona llega que la Generalitat ha cerrado la última televisión comunitaria de Cataluña; de Guernica, que la Audiencia Nacional impide que su alcalde viaje a Argentina para declarar en la causa por los crímenes del franquismo; de Sevilla, que hay siete detenidos por protestar contra la ultraderecha y de aquí, de Madrid, no sé por dónde empezar; esta misma noche, primera de nieve en nuestro invierno, la policía ha sacado a diecisiete compañeros de sus casas por el supuesto delito de no se sabe qué, porque las excusas oficiales, que la prensa repite como juez, parte y esclavo, se demuestran falsas tantas veces que cuesta encontrar una que no lo sea.

Leyes contra la libertad de expresión, penas de cárcel para la desobediencia civil, vigilancia y acoso policial permanente de ciudadanos que intentan ejercer sus derechos, multas para acallar lo que los golpes no acallan, listas negras de activistas y antecedentes imaginarios que, presentados ante un magistrado leal y bien alimentados en los medios de comunicación, convierten a cualquiera en el causante del incendio del Reichstag. Una metáfora fácil, sí, pero adecuada para el caso. Estamos en el Reino de España, cuya legitimidad, en palabras de su monarca, deriva del 18 de julio de 1936, es decir, de una familia política que para el resto del mundo terminó en los juicios de Núremberg.

Ninguna de estas cosas abre las ediciones de ninguno de los periódicos nacionales que se declaran progresistas; tampoco se oye nada por la banda de los sindicatos mayoritarios ni de la izquierda que ha hecho de los sillones su revolución. Dicen que, al cruzar la frontera hacia el exilio, el último presidente de la República resumió el tiempo de la pesadilla que empezaba entonces: «Serán cien años». Ya sólo nos faltan veintiséis.


Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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