Ciudad · 28 de febrero de 2014

(En el tren, saliendo de Atocha.)

Todo es muy interesante. El debate sobre la deuda, la nacionalización de la banca, las formas de participación, Europa en el huerto de Getsemaní. Yo añadiría un par de cosas que también son interesantes. La forma de lo estatal, que no debe ser imperio de cortesanos y mentes grises; la renta básica y su ataque a la esclavitud del trabajo, que media izquierda cree —tan burguesa— liberación; la imposibilidad de curar el mundo nuevo con la mortaja del viejo; la forma de defendernos, porque nos vamos a tener que defender; el precio en suma de algunas decisiones que parecen indiscutibles o, por lo menos, dignas de discutirse. Pero, siendo necesario (corrijo: cuando es necesario), eso no es lo primero.

Primero es la acción; no por la acción, que ya estaría bien, sino porque no hay política libertadora que no empiece por la fuerza del ejemplo.


(Entrevías, última hora de la tarde.)

Es una de las mejores vistas de Madrid; a veces creo que la mejor: las montañas al fondo, ahora nevadas y la gran silueta del edificio de Telefónica alzándose sobre el Oeste y el Sur. Además, hoy tenemos uno de esos cielos: dramático, puro coraje. Me quedo un segundo en la salida y después giro a la derecha para bajar hacia el Pozo, pensando en ese edificio que parece casi normal en la Gran Vía, Nueva York en la bajada de Valverde y, desde aquí, una deconstrucción gigantesca de la estatua de Minerva que decora Bellas Artes, pero sin lanza. Si preguntara por su arquitecto, nadie lo conocería. Pertenece al exilio: Ignacio de Cárdenas (y en el exilio sigue, por mucho que millones de personas admiren su obra cada vez que levantan la cabeza). Cierto, no es el único olvidado. Sin salir de la Gran Vía, se me ocurren otros de trayectoria menos ejemplar; pero hasta esos, irónicamente, son víctimas del mismo exilio de la cultura que impuso el régimen del 39 y, después, la restauración borbónica.


(Palomeras, noche.)

El paisaje de mi recuerdo no tiene nada que ver con estas calles. Pero el paisaje no debe de ser tan relevante como dicen, porque sé dónde está todo y por dónde tendría que ir para llegar a todo. No es por sentido de la orientación, sino de la tierra. Alisaron allí, suavizaron un cerro, cubrieron una cañada: no importa; mis pies saben más que mis ojos. Y me ocurre lo contrario con las consignas de las paredes, que comparto. El paisaje de mi recuerdo es el mismo. Piden acción, ejemplo, demostración de que se está con quien se tiene que estar; lo que ponen las manos que las pintan.

Cuando las paredes hablen también de la cultura, el círculo se habrá cerrado y los muros empezarán a caer. No antes.


Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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