Verano · 3 de septiembre de 2014

Yo estaba aquí, trabajando. Cambié la bombilla de la lámpara a finales de agosto, tras varios años ininterrumpidos de leal servicio; fue una de esas anécdotas que parecen indicar una relación de causa y efecto a través de una supuesta descarga de energía: el odio que un dedo traspasa al interruptor desde una noticia que el dueño del dedo acaba de leer. Pak, sonido seco; fuera bombilla y toda la luz de la casa. Pero, excepción hecha de ese incidente —que por lo demás no tuvo consecuencias— y de otras batallas no menos personales, podría resumir todo mi verano de esa forma: yo estaba aquí, trabajando. Y como estaba aquí, me pasaron cosas de aquí. Una noche, en el último Metro, miré el cristal de la puerta y no me reflejaba; otra noche, frente a la imprenta municipal, encontré un tesoro cuya pista me ha llevado a un tipo de letra de los que dejan al universo en titular de segunda; y una tarde, a punto de entrar en el supermercado, di cuarenta céntimos a una rumana y me contó de los suyos y de determinados pasadizos, galerías y catacumbas de la realidad. ¿Lo más digno? Desde el punto de vista del bien común, los jueves en Sol; porque, al margen de unos pocos que se curraron un par de manifestaciones y de los valientes que no abandonan la lucha contra los desahucios ni en jarope de antidisturbios, los viejos republicanos de la Puerta del Sol fueron los únicos que no dijeron: oh, cuánto nos duele la injusticia; en cuanto volvamos de la playa, nos volverá a doler. Pero murió agosto. Y aquí sigo, trabajando. No me gusta la luz nueva; la muy cabrona es pálida como un destello de plata en un panteón, y proyecta sombras que, de no haber sido yo un niño a lo Huck Finn, aunque enormemente menos sociable, me harían cosquillas en la nuca.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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