Una oportunidad · 15 de noviembre de 2019

Hace unos días, los medios de comunicación celebraban la caída del muro de Berlín. Las celebraciones mediáticas son especialmente discriminatorias en materia de muros, como demuestra el hecho de que, habiendo como hay en la actualidad más muros de los que ha habido nunca, sólo se acuerden de uno que dejó de existir hace treinta años, el que simboliza la desaparición de la Unión Soviética; pero tiene su lógica: al fin y al cabo, la URSS era el muro que debía caer para que el Capital, es decir, la mano que paga televisiones, radios y periódicos, pudiera hacer lo que le viniera en gana.

Guste o no, todos los avances sociales del siglo XX se debían de una u otra manera al socialismo real, empezando por los avances que se achacaban a este lado del muro al buen hacer de la socialdemocracia. Es comprensible que los socialdemócratas no hayan conquistado nada desde su colapso, porque no fueron ellos los que arrancaron los sueldos dignos o los sistemas públicos de salud a las oligarquías, sino el miedo a la revolución y la necesidad capitalista de ganar la guerra de propaganda. Incluso ahora, cuando ya no queda ni rastro de la energía de 1917, el sistema ataca una y otra vez su recuerdo. ¿Qué tiene ese cadáver que lo hace tan peligroso? Sea lo que sea, la pérdida de la URSS permitió su viejo sueño de convertir el mundo en un mercado único, lo cual provocó que las grandes empresas escaparan al control de los Estados e iniciaran el juego de desregularizaciones, deslocalizaciones, competencia laboral a la baja y exenciones o amnistías fiscales permanentes, con las consecuencias que conocemos. Lo único que podría haber obstaculizado el proceso de precarización general de la población estaba a la izquierda de la socialdemocracia; pero, en lugar de reformar la idea socialista y plantear una enmienda nueva a la totalidad, los herederos de las banderas rojas renunciaron a su origen antisistémico y se convirtieron en socialdemócratas sin dejar de llamarse, con gran sentido del humor y para engaño de los más jóvenes, comunistas o anarquistas. El círculo se había cerrado, y lo había cerrado la propia izquierda, confirmando las tesis de Fukuyama.

Quien afirme que un Gobierno socialdemócrata puede acabar con la desigualdad o la pobreza, se engaña a sí mismo; ni uno ni cien, aunque coincidan en el mismo tiempo histórico y tengan esa intención. Por supuesto, suelen ser preferibles al gremio de ladrones que denominamos derecha para darle categoría política; pero, si descontamos los países que partían casi de cero en materia de protección social, caso aparte por margen de maniobra, su papel se limita a mantener la seguridad jurídica que el Capital exige y a tranquilizar a las masas mientras se desmonta el antiguo Estado del bienestar por vía directa o indirecta (externalizaciones, ahogamiento financiero, etc.) y se sustituye al trabajador del mundo antiguo por uno aún más sumiso y proclive a trabajar en condiciones leoninas. Lo que no se consiga socialmente mediante la política de hechos consumados, lo conseguirá el tiempo; lo que no se destruya culturalmente mediante la aplicación mediática de los consejos de Goebbels, se conseguirá por la conversión de las universidades en fábricas de burgueses y la eliminación del carácter subversivo y congregador del arte, un factor bastante más sustancial de lo que se piensa. El hilo de la historia se está empezando a romper. La distopía asoma sus orejas de conejo con toda tranquilidad. Y los que se dicen hijos de Marx o Bakunin asumen el falso universalismo del imperio —el peor de los nacionalismos— y se convierten en poco más que un grupo de presión de la ansiosa, disminuida y turística clase media.

En tales condiciones, es normal que los trabajadores les den la espalda; sobre todo, el ejército de los precarios, que se saben abandonados. Quizá disculpen a la socialdemocracia tradicional, de la que no se espera gran cosa; pero, como demuestra el caso italiano, no disculparán a quien se declara distinto y destroza sus expectativas. Si la dirigencia de UP insiste en ir más allá de un apoyo exterior y limitado al Partido Socialista, será corresponsable de sus políticas y pagará el precio. Ésa es la oportunidad a la que se refiere el título de esta reflexión; la de recuperar el espacio que han estado ocupando, tanto si lo abandonan definitivamente como si asumen sus errores y cambian de rumbo, lo cual implica en España un reconocimiento previo: que aquí tenemos un problema específico con la monarquía y su cultura de cortesanos; que hay que empezar por conquistar la República y su corpus ideológico y emocional y que, sin dicho corpus y su forma asociada de hacer nación, no podemos afrontar ni los más que evidentes problemas territoriales. ¿Serán capaces de dar ese paso? Cosas más raras se han visto, desde luego; o eso dicen.

Madrid, 15 de noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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