El reloj · 24 de octubre de 2010

«La función del Gobierno es favorecer la estabilidad macroeconómica», escribía en 1998 el padre ideológico de José Luis Rodríguez Zapatero, un tal Tony Blair. De nuestro presidente se pueden decir muchas cosas, pero es verdad que acusarlo de incoherencia sería injusto; nunca, en ningún momento de sus años de Gobierno, ha hecho otra cosa que aplicar la receta de la Tercera Vía: favorecer la «estabilidad macroeconómica» con bajadas de impuestos, amnistía fiscal para las rentas del capital y laisser-faire en el mejor de los sentidos desreguladores, empezando por la economía sumergida y terminando por el ladrillo.

La nueva vía de Zapatero ya era vieja cuando nació; estaba a punto de llevarse por delante a la socialdemocracia alemana y al laborismo inglés, que siguen sin levantar cabeza, y desde luego dañará al PS español si insiste en enquistarse como partido liberal. Los socialistas no interpretan bien nuestro país ni las transformaciones culturales asociadas a la globalización. El cambio reciente de ministros es un buen ejemplo; el Gobierno no ha dicho ni ha insinuado que vaya a cambiar sus políticas; sólo se trata de transmitir confianza y comunicar mejor, en palabras de Zapatero y su vicepresidente. Están tan acostumbrados a los trucos de otras épocas que ellos mismos subrayan el carácter estético de las sustituciones.

Entre tanto, la realidad. Hace unos días tocaba la Encuesta de Condiciones de Vida (INE), con su afirmación de que el 20,8% de los españoles se encuentra por debajo del índice de pobreza relativa. El 20,8%, uno de cada cinco. Al menos sobre el papel, porque cuando decimos que alguien se encuentra por debajo del índice mencionado, decimos que vive con ingresos inferiores al 60% de la media nacional; hoy por hoy, 7.845 euros. Si se ganan más de 7.845 euros al año, no se es oficialmente pobre. Aunque no se llegue a fin de mes (30,4%); aunque se carezca de capacidad para afrontar gastos imprevistos como ir al dentista (36,7%); aunque no se tenga ni la posibilidad de tomarse una simple semana de vacaciones (39,7%). Sin embargo, el porcentaje siempre había sido lo de menos; tradicionalmente, los números sólo pasaban a ser personas y tal vez un problema social cuando los medios de comunicación lo decidían.

Julian Assange, editor de Wikileaks, advertía este fin de semana sobre las consecuencias de un sistema político donde «los periódicos y las televisiones se convierten en seleccionadores de contenidos tutelados». En el contexto de sus declaraciones, con la guerra de Irak de fondo, es fácil que la denuncia sobre el periodismo y su relación con el poder se difumine. Pero es el hecho principal. Incluso lejos de los que justifican u ocultan el asesinato de decenas de miles de civiles en guerras; incluso en el sector supuestamente progresista de los grandes medios, que aplauden a Assange cuando critica a la derecha de EE.UU. y siembran dudas cuando se refiere a la dictadura de las grandes corporaciones. A fin de cuentas, unos y otros comparten un objetivo: salvaguardar lo que ahora se llama estabilidad y antes se llamaba orden. ¿Cuánto vale la vida de 150.000 iraquíes? Más o menos, lo mismo que un 20,8% de pobres; son víctimas necesarias.

«La cuestión fundamental que se plantea no es si va a haber o no un cambio en el planeta en los años venideros, sino quién lo va a dirigir y cómo», se afirmaba en la declaración de principios del XVIII Congreso de la Internacional Socialista (Estocolmo, 1989); veinte años después, la pregunta es otra: si los socialistas quieren volver a ser un factor de cambio. En España, Zapatero pide confianza y promete «impulso e iniciativa», pero sin salirse del guión de Tony Blair. Le importa la imagen y la relación de votos con la derecha tradicional; le importa que sus medios comuniquen la realidad que el Gobierno determine; piensa, en resumen, en términos de política antigua, cuando toda la información pasaba por vías perfectamente controlables y las costuras del sistema se veían poco. No ha perdido el norte, sino el reloj.

Madrid, octubre.


También publicado en Nueva Tribuna.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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