Defensa de la transgresión · 30 de octubre de 2010

No todo el mundo sirve para Thomas Bernhard, quien en la recepción del Premio Estatal de Literatura (Austria, 1968) cargó tan duramente contra el Estado y los propios austríacos que los miembros del Gobierno abandonaron la sala. No todo el mundo sirve ni tiene por qué, pero resulta sospechoso que no quede un solo Thomas Bernhard; o siendo más exactos, que a ningún Thomas Bernhard se le conceda la oportunidad de destrozar las formas en caras importantes.

Casi no se recuerda la última vez que un escritor se subió a un estrado de alguna relevancia para sacarle los colores a un presidente, un ministro, un rey, un banquero. Digo un escritor porque, en nuestra cultura, su papel no estaba necesariamente limitado a la expresión de su obra ni condenado necesariamente a la máscara del vendehúmos; también podía representar un papel político en la política pública y hacerlo, incluso, desde la transgresión. Hay un buen motivo para ello: que la política y la literatura utilizan el mismo instrumento, la palabra, para crear la realidad. Hasta el peor de los novelistas sabe más del futuro que el mejor de los ministros de Economía; tiene más práctica con la humanidad y más tiempos verbales.

Cuando se habla del retroceso de la cultura literaria, se apunta al sistema educativo, al basurero de los medios y a las dificultades del sector editorial, aunque siempre con la fea costumbre de meter en el mismo saco a las editoriales gigantes y a las pequeñas. Y todo eso es cierto. O bastante cierto, porque faltan cosas. Por ejemplo, que la imagen del mundo literario ha adquirido un tinte institucional donde todos están encantados de conocerse y sólo saltan chispas cuando se sueltan exabruptos para vender libros. Quizás se debería escarbar en el éxito de las literaturas de género, más allá del signo de los tiempos y del valor de las obras; puede que los lectores se estén cansando de un juego con menos rebeldía que la prensa del corazón.

Cada vez que un personaje externo al poder político respeta la etiqueta de un acto organizado por el poder político, lo legitima; por muy crítico que se muestre, la crítica se disuelve en el rito si no lo subvierte de algún modo. A fin de cuentas, la política es un ceremonial; una suma de convenciones sobre comportamientos adecuados e inadecuados que van desde el Derecho hasta la forma de plantarse delante de una cámara, y con la particularidad de que las convenciones son más profundas en el segundo caso: las leyes cambian más a fondo y más deprisa que la jerarquía implícita en una simple pose.

Jean Cocteau ironizaba en alguna parte con aquello de que no hay que rechazar las recompensas oficiales, sino no llegar a merecerlas. Pongamos entonces que se merecen y se aceptan. Bien. El propio Bernhard, enemigo acérrimo de los premios, los aceptaba por algo fácil de entender, el dinero; pero además, hablaba; alto, duro, reventando la circunspección que exigen ese tipo de actos para servir de propaganda al poder. Si la realidad que emana de las decisiones de la élite puede dañar, destruir, matar y, desde luego, humillar y faltar al respeto a millones de personas, el portavoz de esa realidad no puede ser cortés sin enterrar la realidad misma.

Madrid, octubre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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