Salvo la realidad · 21 de julio de 2012

En el bulevar del Paseo del Prado, una chica sostiene un cartel donde se dice que la manifestación saldrá una hora después de lo previsto. «Es por el calor —explica a un hombre— y por la fatiga», puntualiza, refiriéndose a los parados que han llegado andando desde varias ciudades. Son las seis y media. Hacia Atocha, en reflejo del Museo, descansan, pasean, charlan, cantan o esperan los integrantes de un grupo que, al principio, parecen pocos. Pero la ciudad esconde más de lo que enseña; especialmente, en verano.

Por fin, las conversaciones se vuelven gritos. Las pancartas se levantan del suelo, las banderas cogen aire y la gente toma el asfalto. Sucede de golpe y como en virtud de una orden muda. Cuando algunos se vuelven para mirar, descubren que los pocos eran miles y contagian su sorpresa y su alegría a los que ya lo sospechaban. Tras la sombra de los árboles, aparece la Carrera de San Jerónimo: vallada, vacía, con el Congreso brillante y solitario. Esta vez, los manifestantes no le dedican ni una voz ni una chanza ni un mal giro de cabeza en señal de reconocimiento; siguen adelante con sus consignas y su país, que nació y crece contra el país que, poco a poco, muere en ese lugar.

A las ocho y veinticinco, Sol. Y allí, en la esquina con Preciados, se vuelven a encontrar los dos países que apenas se rozaron en Neptuno. El de la marcha, con todos sus errores, está de lucha. El del Congreso está de compras; entra y sale de las tiendas, incivil y brutalmente ajeno a la protesta de los parados y a los parados mismos. Al cabo de un rato, con la tarde enfilando la noche, los compradores se asustan; han visto a la policía, nos han visto a nosotros y han decidido huir. Aparentemente, no los persigue nadie. Salvo la realidad.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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