Noche en Madrid · 20 de julio de 2012

El compañero sindicalista está contento. Felicita a los antidisturbios por quitarse los cascos y las almas cándidas aplauden. Al cabo de dos horas, los antidisturbios que tanto le gustaban al compañero sindicalista sacan los cascos, los escudos y las armas y se dedican a practicar la solidaridad con cargas, disparos y detenciones, incluido el secuestro de un bombero al que prometen soltar si los suyos se retiran. Pero el compañero sindicalista se ha ido. A dormir. O a preparar una huelga general para dentro de dos meses, después de las vacaciones.

A la una de la madrugada, Madrid vuelve a ser una ciudad en Estado de excepción. Para los que están en la calle todos los días y no sólo cuando toca hacer el paripé, no deja de serlo en ningún momento. Que se lo digan a los amigos de Stopdesahucios. O a los inmigrantes de Lavapiés. O a cualquiera de los que, hace más de un año, decidieron comprometer su seguridad personal en la lucha por el futuro del país, cansados de esperar a unos sindicatos y a unos partidos que no llegaban. En Madrid, como en resto de España, hay una revolución en marcha. Y una contrarevolución que el compañero sindicalista se niega a ver.

Mientras escribo estas líneas, los medios del régimen explican el 19J en clave de fiesta; para unos, lamentable; para otros modélica. En su realidad paralela no hubo rabia ni hartazgo; no se cantó La internacional y A las barricadas en Callao; no se oyeron vivas a la República ni consignas contra el bipartidismo. ¿Qué pensará nuestro hombre cuando despierte? Quizás, que ya no quiere formar parte de esa mentira. Y que el sindicalismo de clase empieza por lo que respondieron los bomberos al chantaje de los antidisturbios: «algo que enseña este trabajo es que no se abandona a ningún compañero. Jamás.»

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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