Una utopía nueva · 28 de agosto de 2012

Huele a derrota y lo parece. Ante un presente de agresión triunfante e in crescendo contra los derechos políticos y económicos, se puede tener la tentación de pensar que el nuestro es un tiempo de derrota. Personalmente, no me importan ese tipo de definiciones. Creo en la acción, en la creación y en el valor del ejemplo, con independencia de las circunstancias y de la estética de las circunstancias. Pero nosotros no vivimos una derrota, sino las consecuencias de una que se creía total a finales de la década de 1990, cuando mi camino se cruzó con el de Francisco Fernández Buey.

Habíamos perdido la utopía y, en la estela de esa pérdida, poco a poco, también el sentido común. La globalización, en la acepción neoliberal del término, imponía un «¡Todo el poder al Capital!» que convertía en herejes, apestados o ingenuos a los que aún hablaban de socialización de los recursos y distribución de la riqueza. De aquellos barros, estos lodos; dice el refrán. Y en España, donde los autores como Fernández Buey habían sido desplazados «por la legión de valets de plume superficiales y acomodaticios (...) de la segunda restauración borbónica», en palabras de Antoni Domenech, eran lodos que no dejaban ningún espacio a las voces discordantes ni a la propia cultura. ¿Fue casual que Buey me propusiera La Antorcha de Karl Kraus para abrir camino en un medio nuevo, casi familiar por entonces, Internet? En modo alguno. Nada mejor que las palabras feroz y sarcásticamente contemporáneas del autor de Los últimos días de la humanidad.

Desde aquel encuentro en las páginas de Rebelión pasamos a muchos más en las páginas de La Insignia, conectados a menudo con dos de las pocas revistas que mantenían el tipo, Mientras Tanto y El Viejo Topo. No era fácil. Había, todavía hay, un choque constante entre los intelectuales de partido y las personas que habíamos llegado a la conclusión de que la izquierda política existente no podía ser el factor de cambio que se necesitaba. Unos buscaban más de lo mismo y otros, un 15M mucho antes de que surgiera y un 25S que Fernández Buey habría compartido sin dudarlo. Como escribe Juan Carlos Monedero, «parece que le oigo decir desde algún lugar del éter: '¿cómo que no vais a rodear el Congreso? ¡El pueblo siempre ha de estar por encima de los políticos! ¿Quién tiene miedo al pueblo? Prudencia siempre, pero también coraje'».

Nuestra derrota de hoy no es derrota; es la antesala de una utopía nueva que, eso sí, debemos al trabajo de hombres y mujeres como Francisco Fernández Buey. «En todo utopista de verdad hay un fantasioso con un fondo razonable —escribió—; en todo socialista científico, un utopista tocado en el ala por esa otra gracia que es la fe en la ciencia.» Él, hijo de las dos familias, creyó cuando la mayoría ni siquiera creía en la hora siguiente. Tenía razón al creer. Pero la razón es lo de menos. Tenía un principio que se encargó de compartir a través de Marx, de Gramsci, de Einstein, de Benjamin y de Arendt, entre otros, pero también de Hölderlin, de Kraus y hasta de William Morris. Queda por saber si lo sabremos aprovechar.


Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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