Parte de bajas · 4 de septiembre de 2012

Vuelve septiembre: en la calle, son las colas cada vez más largas de los comedores sociales; mayores, jóvenes, españoles, extranjeros, hombres, mujeres; hay de todo. Y también son las parejas de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos que se han quedado sin empleo y van por las terrazas, una ayuda, expresión sobria. Y algo por encima, no tanto, son millones que se aferran al borde del abismo, conscientes o no de la caída y casi siempre inconscientes de que la tierra adonde se aferran cae con ellos.

En éstas, el espectáculo del mundo viejo se repite, re repite, rep, pite, como en las pantallas de los cines de verano, pero más amarillas, como una mortaja donde los periodistas y los políticos y los listos y los tontos del mundo viejo proyectan qué. Su interés, sorpresa. Un interés criminal y a dos bandas: por los que saben que se trata de condenar a la mitad de la población y por los que, aún cómodos, se resisten a creerlo y protestan moderadamente, por favor, se lo ruego, si tiene a bien, hablaremos bajo y respetaremos las leyes. Es la condición humana, escupe la televisión. Y una mierda. Es la condición de clase, mezclada con la mediocridad intelectual y el miedo que la transición política convirtió en la principal industria del país.

Habrá que ver si, al final, entendido éste por el punto donde la balanza se desequilibra y la mayoría abre los ojos, tendremos revuelta, revolución, analgésicos o la más rotunda de las nadas, chicharras incluídas. Por mi parte, no sé qué decir. Demasiada exclusión, demasiado dolor y demasiado abandono frente a demasiado silencio y demasiada irresponsabilidad. Cada día, la calle lee su parte de bajas; algunos de los nombres llegan a noticia y las almas de encaje derraman una lágrima y se tumban. Van despacio. Porque no quieren que lleguemos a ningún sitio.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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