Una de calamares · 7 de mayo de 2021

A las 16.31 del martes 4 de mayo, Ayuso escribía en Twitter: «Hola tabernarios, ¿qué tal lleváis la jornada?». No parece gran cosa, pero lo era; en primer lugar, porque todos los candidatos intentan mostrarse tranquilos el día de unas elecciones, pero pocos lo están hasta el punto de tomárselo a broma; en segundo, porque la mayoría de los candidatos se muestran particularmente demagógicos delante de las urnas, pero no es habitual que ironicen con estilo y, en tercero —quizá lo más importante—, porque muchos candidatos intentan asumir el idiolecto de la localidad o comunidad a la que se presentan, pero casi nadie lo interpreta tan bien. Se lo habían puesto fácil, es verdad. Cuando el director del CIS decidió sumarse al desvarío de las tabernas, ya iban muchos meses de líderes y sobre todo periodistas de la supuesta izquierda empeñados en inventarse un Madrid de Sodoma y Gomorra, aunque el hostigamiento y las multas de su adorada policía hicieran estragos en los barrios de trabajadores y las zonas del centro más precarizadas; pero las oportunidades hay que aprovecharlas, y no hay duda de que la candidata del PP la aprovechó.

Dos días más tarde, los genios y genias del progresismo del Reino seguían insistiendo en conceptos de gran calado intelectual y singular percepción sociológica, como «la libertad de las cañas», «el partido de los bares» y el carácter invariablemente disoluto de los madrileños, que nos vendemos a cualquiera a cambio de una Mahou. Huelga decir que ninguno mencionaba el índice de pobreza de la región, el precio de la vivienda o el Estado policial de facto, esos detalles donde algún pecador podría haber encontrado el verdadero motivo de su derrota: que no podían movilizar suficientemente a su electorado potencial porque varios sectores de su electorado potencial se han dado cuenta de que son izquierda de clase media y de que se limitan a defender los intereses de la clase media, tirando a alta. En tales circunstancias, la introducción del viejo y tramposo «Yo o el caos», hilvanado esta vez a una forzadísima amenaza fascista, sólo podía aumentar el hastío de dichos sectores y el enfado de los escasos militantes que luchan en serio. Podrán decir lo que quieran, pero el problema de la izquierda socialdemócrata es la izquierda socialdemócrata, y hasta el simple hecho de que no repararan en la obviedad referida demuestra que no están en la realidad de Madrid, sino en la realidad de la Corte, lo cual devuelve esta historia al principio, es decir, a la taberna o, más bien, al elefante en la taberna, la pandemia.

En su obsesión por salvar los trastos a la Moncloa, nuestros progresistas exageraron y a veces fabricaron un mal paralelo al covid que, por supuesto, estaba hecho de vicios y actitudes antisociales, sintetizadas en Madrid desde el convencimiento de que la capital también es el rompeolas de todos los resquemores de España. Atacar a Ayuso por la destrucción de la sanidad de base o las muertes en las residencias era peligroso, teniendo en cuenta que el Gobierno se había cruzado de brazos, insinuándose súbitamente confederal; pero ¿qué mal podía surgir de dar otra somanta a la cabeza de turco por excelencia? Lejos de aquí, el cuento del pecado funcionaba bien; los presidentes de las distintas comunidades tenían juguetes como el toque de queda, y los españoles que no se agolpan por cientos de miles en el Metro ni son conscientes de que una metrópoli no es una simple ciudad, podían imaginarnos de fiesta y descargar sus frustraciones sin coste político alguno. Al fin y al cabo, la CAM era un silencioso desierto de derechistas privatizadores y socialdemócratas sesteantes donde nunca pasaba nada. Y entonces, cometieron el error de organizar una de las mociones de censura más chapuceras que se conocen, con el resultado visto: la dama de Chamberí siguió el consejo de Pride, asumió el papel que le habían regalado y se presentó como una mezcla de Manuela Malasaña y Agustina de Aragón para espanto de la progresía nacional y de sus adinerados profesionales, los únicos que no sabían lo que iba pasar ni habían sopesado sus posibles consecuencias, porque la Moncloa sólo está a tres kilómetros del oso y el madroño.

Una última reflexión: Madrid no es de derecha o izquierda, como afirmaron sucesivamente y sin cortarse un pelo los socialdemócratas (antes de volver a su palabrería inicial). Madrid es un lugar complejo cuyas partes pueden dar mayorías a Ayuso, conceder escaños europeos a Batasuna o montarse un 15M de la noche a la mañana. Madrid es muchos mundos, y están más enfrentados de lo que han estado nunca, porque la riqueza de unos se contrapone de forma sangrante y cada vez más abusiva a la pobreza de otros; pero lo que no es y no será jamás es la Corte, aunque la Corte —con todos los medios nacionales, progresistas incluidos— ocupe algunos de sus espacios. Si quieren entenderla, que salgan a la calle y caminen; no como los turistas que son; no como la aristocracia de los restaurantes caros, los jardines impolutos y las camarillas del Reino, sino como jóvenes precarios y adultos sin futuro. Por el camino que llevan, llegará un día en que alguien pida una de calamares y tengan que contratar a un equipo de asesores para que les explique qué es eso y cómo se llega a la Plaza Mayor.


Madrid, 7 de mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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