Ex nihilo · 25 de agosto de 2021
Podría pasar una hora o un siglo, que daría igual. El chófer insiste en que está donde debía, y el cliente —voz al otro lado de la línea— insiste en lo contrario. Por lo que puedo oír, el cliente dijo: «A las doce en la entrada de la Jiménez Díaz», y son las doce y el chófer espera en la entrada de la Jiménez Díaz, donde también estoy yo. Lo mío iba a ser espera desde el principio (la gente entra en los hospitales, pero cuándo salen); lo suyo iba a ser recogida (parar, saludar y arrancar). «Un momento, por favor», ruega el chófer, escudriñando los alrededores en busca de un hombre con la indumentaria y las características físicas de su interlocutor, quien al parecer se ha descrito. Es mañana de agosto y calima sahariana. Hace un calor de cien pares de narices o, más bien, de cien orejas izquierdas, porque lleva cinco minutos con el móvil pegado a la ídem. «Yo no le veo. ¿Me ve usted?».Fracasado el sencillo y generalmente útil recurso de buscarse con la mirada, el chófer se complica la vida y apela a la palabra por una de sus expresiones menos sospechosas, la inserta en los rectángulos azules que están en la mayoría de las esquinas de Madrid. «Sí, sí, el nombre de la calle.» No, no, el cliente no encuentra ningún rectángulo, de modo que el chófer amplía el marco de las referencias: edificios cercanos, detalles topográficos, tiendas, cartelería, etc. No, no, no, no, etc. ¿Será el típico error de la zona? La Jiménez Díaz es vecina del Clínico, y hay quien confunde el gigante de la conocida batalla del 36 con la Fundación del médico que aprovechó su estancia en Gran Bretaña para hacer propaganda de Franco. Tiene que ser eso; habrá subido la colina y habrá tirado por el krausista Bartolomé Cossio o hacia la ermita de la Virgen Blanca, vete a saber. RUIDO, MUCHO RUIDO. Dos coches de policía pasan por la plaza de Cristo Rey, y el chófer pregunta, esperanzado: «¿Ha oído las sirenas?» Déjalo, pienso yo tras la respuesta. ¿Cómo puede ser, si se han oído hasta en el Pardo? Ni que estuviera en Cuelgamuros.
Podría pasar una hora o un siglo, que daría igual. A las doce y media, mi enferma sale de la sección pública del hospital de marras (una estrecha franja de la parte delantera, con todo apretujado) y nos vamos hacia Moncloa, rehuyendo los charcos de sol. El chófer sigue con la oreja al teléfono, armado de paciencia. Se ha movido un poco. Ahora está junto al quiosco de porras, churros y chocolate, mirando los colchones que los sintecho del barrio dejaron en el abandonado monumento al doctor propagandista. Como afirmó el de Elea, ex nihilo nihil fit, nada surge de la nada. Pues así el país, por mucho que espere el chófer y mucho que lo narremos.
Madrid, agosto.
— Jesús Gómez Gutiérrez