Dieciocho de diciembre · 24 de diciembre de 2010

La noche es fría, de diciembre. Hace horas que llueve a intervalos, un poco ahora, nada después, un poco más. El cielo del este tiene un color rojizo que parece brillante o apagado en función de la bruma, si es que eso es bruma, y de la cercanía con la ciudad que aquí sólo se encuentra como acumulación de edificios y calles sin el menor asomo de belleza.

No recuerdo la última vez que vi a la mujer que permanece inconsciente en una habitación del hospital, a espaldas del paisaje. Recuerdo otras veces. Muchas. De muchos años. Empezando por nuestro primer encuentro en la casa de Alburquerque, donde vivía su hija menor, y sobre todo por nuestro primer encuentro en su terreno, en aquella casa de las cercanías de Talavera donde su hija y yo nos detuvimos de camino a Lisboa. Tarde de verano, dehesas, montañas al fondo, una carretera estrecha y una verja de hierro. Nos bajamos del coche y no me acordé de quitarme el pendiente. Ahora parece una tontería, pero entonces era un adorno poco habitual entre los hombres y, en todo caso, poco conveniente cuando se a va a conocer no ya a la madre, sino al padre de una chica.

Fue parte de mi familia durante diez años. Y en la distancia, también después. Nacemos con una familia de sangre y la ampliamos con la familia elegida o con la familia que la suerte nos elige. Luego pasan cosas. Hay rupturas, separaciones, reencuentros, nombres que se sueltan a la deriva porque ya no nos sirven, porque se han gastado, y nombres que no se sueltan nunca.

Se llamaba Maria Luisa de la Torre Blasco. Cocinaba mal y no perdía ocasión de encargar misiones irritantes como meterse en un extractor a cambiar tornillos, subirse a una escalerilla coja para poner cemento a seis metros de altura o cuidar de diez cachorros desquiciados y dos perros adultos. Era una gran mujer, una precursora que sobrevivió a una guerra y al país de los vencedores, donde ninguna mujer podía ser nada. Dedicó su vida al cine, como su esposo, y tuvo dos hijas: la primera siguió sus pasos y hoy se encuentra al frente de cierto museo que languidecería por falta de presupuesto si no contara con el impulso de su imaginación; la segunda, palabra escrita desde sus botas hasta su pelo rojo, azul, morado, según los días, es la mejor traductora que conozco y la responsable única de que un chaval de veintisiete años que sólo quería escribir poemas, terminara enfrascado en un mar de novelas.

La noche es fría, de diciembre. En el certificado médico, un papel blanco y amarillo que llegará más tarde, se dirá que falleció a las once menos veinticinco del día dieciocho.

Madrid.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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