Decadencia · 8 de octubre de 2013

Me alegra que por fin interese la supuesta decadencia de Madrid. No dudo que ahora, cuando por fin se publican fotos de la suciedad, se limpiará la suciedad; y tampoco dudo que ahora, cuando por fin se publican fotos de la pobreza, se atacará la pobreza. Es ironía, naturalmente. La ciudad ha estado abandonada por el poder excepto como fuente de negocios para ellos y sus familias, que no son de los que viven sus calles. Quizá lo han notado porque salieron de un cóctel una noche y pisaron una mierda de perro mientras esperaban un taxi. La mierda es más blanda que los cuerpos de los mendigos. La sienten más.

Pero qué coño. Quien mire Madrid y piense que esa gentuza es sólo la derecha, no entiende Madrid. El problema estaba (está) en los dos grandes partidos de la izquierda política. Les iba bien, ganaban buenos sueldos y ya no querían una capital, sino tener acciones en la Bolsa del ladrillo y participar del espectáculo para flipar con las luces y sentirse, de vez en cuando, jóvenes. El poder cerraba bares, teatros, locales de conciertos, la noche entera y todo el día en todo lo que no fuera cultura oficial: ellos, callaban. El poder expulsaba de los Austrias, de Malasaña, de Chueca y de Huertas a los que no tuvieran un papaíto con cuatro coches: ellos, callaban. Madrid no significa nada para ellos. Si la derecha hubiera derruido la Gran Vía, se habrían enterado por los niñatos de los periódicos que esta semana hablan de decadencia. Llevan veinte años tan callados que ni siquiera alzan la voz cuando el poder apalea, interroga, identifica o detiene a miles de personas delante de sus putas narices.

Hablando de putas, propongo que se erija una estatua a las putas de Puebla, Valverde, Desengaño, Montera. Vistiendo la calle de calle, sus piernas y sus escotes fueron casi la única línea –o más bien curva– de resistencia contra la especulación en el centro. Las putas asustan a la gente de orden. Y los inmigrantes, hacinados en cientos de pisos insalubres. Y los madrileños de aquí y de allá que siguen ejerciendo de madrileños hasta en las colas de los comedores sociales. Sí, es posible que las ratas asalten uno de estos días el salón de los pasos perdidos, en la Carrera de San Jerónimo. Pero fuera de ese edificio y de Santa María de las Telecomunicaciones, no hay decadencia; sólo una ciudad que sobrevive como puede y que, al final, obligada por las circunstancias a ser más dura, sabe sobrevivir a cualquier cosa.


Madrid, octubre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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