Manzana · 11 de marzo de 2015

Se acerca al borde del andén, se agacha y se descuelga. Su objetivo: una manzana que, contra el gris marengo del fondo, parece menos roja donde es roja y más amarilla donde es amarilla. Estamos en la línea 1, de noche, en el centro de la ciudad; pero no hay riesgo de que pase un tren. Serán quince o quizá veinte minutos de espera.

Cuando ya tiene la manzana, saca un pañuelo y la frota concienzudamente. Algunos objetos lo dicen todo. Un pañuelo. A continuación, mira el andén como cayendo en la cuenta de que bajar es más fácil que subir, así que me acerco al borde y le indico la escalerilla del principio del túnel. Somos pocos; a este lado, él, yo, una pareja que está a lo suyo y una chica sentada en el suelo, con los cascos puestos; al otro, el dependiente de uno de los chinos de la zona, con sus bolsas cargadas de vete a saber qué.

Mano a peldaño, mano a mi mano, pie a peldaño y así, con alguna dificultad, vuelve arriba. «Es mi cena», dice.


Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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