República de las piedras · 1 de noviembre de 2007

«La segunda cosa es que sepan conocer las piedras y las colores, y las facciones de ellas; y otrosí que sepan ciertamente los lugares señalados donde se crían o se hallan (...)»
—Alfonso X. Lapidario (*)—


Estamos al sur de Madrid, más allá de los cigarrales de Toledo. Cien kilómetros desde el cero de la Puerta del Sol y algo más, difícil de calcular en la solana, de callejeo y a pie.

La última vez, giré a la izquierda. Era tarde de entierro, cielo impecable. Entrada al último reducto de los escultores que siguen fieles a estatuas, bajorrelieves, toda la serie de columnas clásicas, la arquitectura expulsada de la arquitectura, para desgracia de ésta: el cementerio. Hoy, cambio de rumbo y parada: lo que queda del castillo de Peñaflor, construido en el siglo XIII y adquirido dos siglos más tarde por el adelantado de Cazorla, quien a su vez se lo vendió a un tal Garcilaso de la Vega, padre del poeta y soldado en cuyas páginas naciera, como afirmó Pedro Salinas, «el gran lenguaje del amor castellano».

En 1881, alguien tuvo la idea de derruir la fachada principal para obtener grava. La grava se convirtió en carretera que lleva a otra localidad con otro castillo, Gálvez, donde naturalmente prosigue la narración circular de los siglos y la piedra. Sin salir de aquí, de este pueblo alguna vez llamado Peñaflor y después Cuerva, está la ermita de la Virgen de Gracia, del siglo XVII; la de la Virgen de los Remedios, del XV; la iglesia del Convento de Carmelitas, del XVI, y por supuesto la de Santiago Apóstol, del XV, con la «Última cena» de Luis Tristán, alumno de El Greco. A un paseo se encuentra las Ventas con Peña Aguilera, indispensable para gastrónomos. Ni su iglesia del siglo XV ni su ermita mudéjar podrían competir con las delicias del anterior, modestas a su vez en comparación con las muchas, muy bellas y bastante más famosas localidades del territorio, pero donde aquél presume de iglesias y castillos, ésta lo hace de paisajes, torre mora y una romería, la del Milagro, que es el mundo aparte de un río del mismo nombre que cortaba el camino de Córdoba ya citado por Kitab Al Masalik en el siglo X, «via pulica per quam Toletum arabes graviut infestabant», según el historiador y arzobispo Ximénez de Rada.

A Ximénez de Rada, hombre clave en la extensión de Castilla durante los reinados de Alfonso VIII y Fernando III, debemos De Rebus Hispaniae y unos cuantos edificios de gran valor como la propia catedral de Toledo. Pero hoy me interesa lo que fue y no es: por supuesto, la construcción del castillo del Milagro, arruinado hace tanto tiempo que su existencia apenas sobrevive como eco, notas en textos de investigadores y en la contundencia (inevitable en la frialdad oficial) de las Relaciones topográficas encargadas por Felipe II. De éstas, transcribo: «en la jurisdicción de Molinillo está nuestra Señora del Milagro, donde dicen que está el castillo del Milagro, aportillado, es antigualla, no tiene armas, ni munición, ni alcaide, ni hay quien se acuerde de haber tenido. Creen que se despobló por pestilencia».

Hemos llegado a sierras de bandoleros, partidas carlistas, golfines, juanillones, hermandades, maquis. Entre La Mancha y la comarca de La Jara, avisando Extremadura al oeste y, al sur, las tierras de Cabañeros, ya en Ciudad Real. Quien se quiera perder lejos de la piedra extraída a la piedra, no encontrará dificultad alguna. La «enfermedad española», conocida hoy como «enfermedad holandesa» en los textos de economía, aseguró siglos de subdesarrollo a la antigua Corona de Castilla. Se nota en la arquitectura, dormida en el XVII, y en una naturaleza que sólo habla con voz tan generosa cuando se encuentra al margen de la actividad humana. El turista, condición general de quien sólo ve fragmentos, y tan ajena a las nacionalidades como todo lo importante, no se debe detener en estas consideraciones. Observará, por ejemplo, Cabañeros, y se preguntará si está en las rañas o entre el cráter del Ngorongoro y el Lago Victoria: bajo el vuelo de los buitres negros, no hay más diferencia con el Serengueti que encinas, alcornoques y quejicos en lugar de acacias. Hasta la imaginación más débil puede ganar la sorpresa de la inquietud. Una mancha dorada que avanza entre el pasto, casi invisible, un movimiento. Es obvio que entre las mil especies de la fauna del parque no están los miedos que ruge el paisaje y asoman, a veces, en la heráldica. Pero estuvieron. No son el dragón de la vieja y extendida leyenda de San Jorge. Fueron. Lo dicen los fósiles y los huesos, pero sobre todo los ojos.

En un país que comparte con Italia el mayor y más variado patrimonio arquitectónico, erguido o —con frecuencia— en ruinas, no es extraño que fascinen las piedras que dejaron de ser. El castillo del Milagro es material en sueños. Dirán, tal vez diré, que por allí asoman los cimientos y la línea de un muro, pero no está. Es el rizo intelectual que, a varios cientos de kilómetros al sur, se vuelve ejemplar e inverso en la Alhambra y en su residente más chocante, el palacio de Carlos V, del gran Pedro Machuca, discípulo de Miguel Ángel. Una joya sin otro pero que haberse levantado sobre la planta de otra. El Milagro es el cuento de la historia que, de muy poco, crea un fantasma. El palacio, un juego de suma cero y genialidad renancentista. Entre los dos casos, Córdoba recuerda las palabras del emperador ante la aberración de la catedral católica, implantada en la mezquita: habéis destruido algo único para hacer lo que se puede ver en cualquier parte.

Líneas distintas, aunque en la misma dirección. Lo que fue y no es y sigue siendo. Historias reales para que el turista que creyó ver el león gaste un poco más, vuelva el año o el fin de semana que viene, y equilibre el presupuesto. A fin de cuentas, España vive de la mirada del otro; decenas de millones en las playas, y un goteo muy inferior de extranjeros —no así del resto— allá donde acaba la arena y empiezan los arcos. Pero también lecciones de la república de las piedras, que algunos están lejos de aprender.


Montes de Toledo, agosto del 2006.


(*) Del prólogo al «Libro de las piedras según los grados de los signos del zodíaco».

Diario La Insignia (España, agosto del 2006).


— Jesús Gómez Gutiérrez


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