Obviedades · 20 de febrero de 2009

Alquiler de interior, treinta y cinco metros cuadrados, con todos los muebles viejos de su dueño y una cucaracha disecada: ochocientos euros al mes. Buhardilla preciosa con vistas a las vigas, séptimo sin ascensor, cuarenta metros cuadrados si se cuentan por el suelo (sólo se puede estar de pie en diez de los cuarenta) y todos los muebles viejos de su dueño: novecientos euros. Oportunidad única de semisótano con pared al alcantarillado de los Austrias, treinta y dos metros cuadrados, todos los muebles viejos de su dueño y suelo de cementerio etrusco: setecientos cincuenta euros.

El etcétera que debería seguir a la exposición anterior sería corto. En una ciudad con decenas de miles de pisos vacíos, la oferta de alquiler es un hecho marginal de precios por encima del salario mínimo que en la actualidad varían entre una gama de 600 y 900 euros para un antro cualquiera y más de 1000 para normalidades. Por supuesto, los estafadores aumentan el espacio a medida que el estafado se aleje del centro de la ciudad; pero no sustancialmente ni en mejores condiciones. Lo único que puede hacer un trabajador medio si no quiere terminar debajo de un puente es ser un ladrón, pertenecer a una unidad familiar con dos o más personas en activo o formar una comuna, solución típica de los inmigrantes, a quienes se cobra de 200 a 400 euros por habitación.

La política de vivienda de nuestros gobiernos consiste en imponer la compra y despreciar el alquiler; no es un vicio de los ciudadanos, como se afirma de vez en cuando desde el cinismo o el desconocimiento, sino una necesidad del modelo económico elegido. Lo que se entiende aquí por mercado inmobiliario es una gigantesca operación de acumulación de capital y reparto de beneficios a costa de los salarios de los españoles; o dicho de otro modo, una estrategia típicamente tercermundista de hacer economía donde no la hay. Ése y no otro ha sido el milagro de nuestro país: convertir España en una nación de hipotecados. Y cuando la burbuja especulativa se empieza a desinflar, las instituciones no se preocupan por aprovechar la circunstancia para salir del modelo, sino por tapar el pinchazo con dinero público.

Es cierto, los Pirineos son más altos de lo que se dice en los mapas. Si alguien, alguna vez, quisiera interesarse por las soluciones de nuestros socios del norte, descubriría que vivir en Berlín, por ejemplo, cuesta la mitad que vivir en Madrid o Barcelona; con salarios muy superiores, con derechos superiores, con leyes que impiden la especulación a gran escala en campos que afectan a las necesidades básicas y con una apuesta estatal exactamente contraria en cuanto a la propiedad y el alquiler se refiere. De ahí que, cuando nuestra élite establece comparaciones con «los países de nuestro entorno», evite cuestiones poco elegantes como la relación entre los salarios y el precio de la vivienda.

Ya han pasado los días del Zapatero triunfal, la banca solidaria y magnánima y una economía inmune a la crisis que se disponía a adelantar a Italia en PIB o, ya puestos, en cantidad de moscas por ensaladilla rusa. Pero seamos justos: el Ejecutivo actual se ha limitado a seguir la política inmobiliaria iniciada por los gobiernos de Felipe González y llevada al paroxismo por la derecha. Es una ruptura del contrato social que no superaremos con obediencia y silencio.

Madrid, 19 de febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/