UHP · 31 de mayo de 2011

La asamblea de las ocho se retrasa a las nueve. Durante la espera, que hoy será de hacer bulto un rato y poco más, aparece un hombre de muchos años que cruza por la sentada, justo por donde hablarán los portavoces, y grita: «¡U.H.P., U.H.P.! ¡Que-re-mos hijos, no maridos!». Lo repite varias veces, con humor, caminando lentamente y mirando a un lado y otro. Cuando termina, pregunta a un par de chicas: «¿Sabéis qué era eso?». Las chicas no parecen saberlo; pero una mujer de muchos años, que está cerca, sonríe. «¿Lo veis? Ella lo sabe.»

Uníos, Hermanos Proletarios. Hay tantas cosas que la España del 75 calló, ocultó y enterró con la excusa de la concordia; tantas que, al cabo de los años, un ministro de Presidencia de un Gobierno socialista se niega a que se derribe la Cruz de los Caídos; tantas que, al cabo de los años, la Real Academia de la Historia, organización financiada por los ministerios de Educación y Cultura y sometida al patrocinio de Juan Carlos I, afirma que el socio de Hitler y Mussolini no era un dictador, sino un político autoritario, y que Juan Negrín, jefe de Gobierno de la República, encabezaba una dictadura. En otros países de Europa, los miembros de la RAH tendrían un problema con la ley. Aquí, no. Nuestros Gobiernos se han encargado de reinterpretar la historia para desligar a Franco y los suyos de la Alemania nazi y la Italia fascista.

Cinco minutos después, un hombre bastante más joven que el primero, pero por encima de los sesenta, se detiene y empieza a cantar un poema largo y demasiado obrerista, aunque aceptable. Tiene buena voz. La gente se agrupa a su alrededor y escucha; luego aplauden y se acercan a recoger las copias impresas del poema, de unas catorce estrofas. Son las nueve menos cuarto y va siendo hora de volver a trabajar, pero los pies quieren entrar en el campamento, llegar hasta la comisión de cultura, dar la vuelta a la biblioteca, que hoy está vacía, sin gente que recite ni partidas de ajedrez, y regresar por fuera para volver a echar un vistazo a los carteles del Metro.

Cada vez hay menos. La lluvia, el aire y el sol han envejecido los que quedan, casi todos pequeños y medianos, porque los grandes corren la suerte del cartelón de la semana pasada, que cogió viento y se alzó como un paracaídas hasta que una chica desató las cuerdas. Y allí, casi en el vértice de las dos curvas circulares de cristal, hay una fotografía y una escarapela con los colores de la República que no había visto hasta esta tarde. Es la fotografía de un hombre de muchos años, sobre la cual se lee: «A mi abuelo». Mientras me alejo, pienso en el mío; republicano y socialista de un partido muy distinto al actual. Habría sido feliz con estos días.

Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/