Traductores · 25 de septiembre de 2013

Al final de la década, en 1519, Hernán Cortés desembarcó en la isla de Cozumel y supo de la existencia de los náufragos por los indígenas de la zona. Según narra Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, «mandó el general llamar a los caciques, y por lengua del indio Melchor, que ya sabía algún poco de la castellana (...) se les preguntó si tenían noticia de ellos». Gracias a un traductor, el indio Melchor, Cortés pudo encontrar y liberar tras el pago del rescate al que sería compañero de traducciones de una traductora extraordinaria, la Malinche, doña Marina, de la que alguna vez dijo que, descontando a Dios y por encima de él mismo, era la verdadera conquistadora de México.
Obviamente, para lo escaso bueno y lo mucho malo de entonces, no estamos en el siglo XVI; pero en lo escaso bueno, parece que el XVI nos gana. Cuando Gerónimo de Aguilar se presentó ante su libertador con «una ruin manta» y «un paño a modo de braguero», sigue Bernal Díaz del Castillo, «Cortés le mandó vestir camisa y jubón, y unos calzones, y calzar unos alpargates». Hoy, en Afganistán, un traductor es un perro. Si quiere asilo, que lo busque en una cuneta; si lo matan, peor para él. Quinientos años después del descubrimiento de Núñez de Balboa, los captores de España han hecho de la traducción un oficio de condenados. Lo lamentarán.
Madrid, septiembre.
— Jesús Gómez Gutiérrez