Finis terrae · 18 de diciembre de 2011

1. Estaba aquí, digamos a diez metros, con sus cuarenta y cuatro escaleras, sus doscientos cuarenta balcones y sus casi novecientas ventanas, pero no se veía. La niebla de un siete de diciembre se lo había tragado entero. Nada, al oeste del destello de las farolas, fantasmal como el de la luna, avisaba de su presencia. Y como no se veía, los turistas giraban en redondo, volvían a comprobar sus mapas y al final, desconcertados, se alejaban hacia Ópera o Ramales en busca del palacio prometido, el mayor de Occidente.

2. De Velázquez, La expulsión de los moriscos, un retrato ecuestre y tres de los cuatro cuadros de la serie mitológica, de la que se salvó el Mercurio y Argos; de Tiziano, Los doce césares y dos de las cuatro Furias; de Rubens, El rapto de las Sabinas y las veinte obras de la Pieza Ochavada; de Brueghel, Tintoretto, Ribera, El Bosco, El Greco, Leonardo da Vinci, Veronés, Rafael de Urbino. Sánchez Coello, Correggio, Van Dyck, añádanse nombres, más de quinientas. Todas ardieron durante el incendio que destruyó el Real Alcázar en diciembre de 1734. Todas volvían a estar en la niebla, con los ochocientos años de aquel edificio laberíntico. Era decreto de la imaginación. Y puestos a pedir, también las vistas del lienzo de Brambila.

3. Por la escalinata de Requena y la Calle del Factor, la niebla se volvía de papel. Saltando el muro, en lo alto de los jardines, unos chavales mataban la noche con una botella. Cuando se pasaban la botella, escribían inevitablemente en el papel. Y la botella siempre parecía igual, negra contra el finis terrae, ni más ni menos negra que sus propias siluetas pero, en apariencia, por la imposibilidad de ver el contenido, tan llena como antes del primer trago. Tras mucho escribir, la dejaron en el suelo. No tenían para otra. Ni ganas de volver a engañarse, como todos los días, con una ilusión.

Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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