Fraude · 21 de noviembre de 2011

Los resultados de las elecciones del 20 de noviembre son un fraude. Un fraude viejo, que se repite cada cuatro años desde 1977, pero un fraude. Un fraude limpio, que no afecta a la contabilidad del voto ni a su proceso, pero un fraude. Tan perfectamente legal como perfectamente contrario a la democracia.

Este domingo ha sido el PP. 186 diputados, diez más de los que se necesitan para obtener mayoría absoluta, con un porcentaje sobre el voto emitido (71,69%) que ni siquiera llega al 45%. Calculen en qué se queda ese 45 si no se compara con el 71,69% del electorado sino con el 100% y se harán una idea del alcance real del problema. ¿Mayorías absolutas con menos de la mitad del voto? No, es peor que eso. Desde 1977, en España se han regalado mayorías absolutas a grupos que, en el mejor de los casos, apenas contaban con el apoyo de un tercio de la población.

Ninguno de los partidos con presencia en el Parlamento está dispuesto a actuar en consecuencia. Hasta el más radical, si es que un discurso sin hechos puede ser radical, es decir, ir a la raíz de las cosas, se comportará como si el Gobierno del PP fuera un Gobierno legítimo. Pero legalidad y legitimidad son cosas diferentes. La legitimidad del PP se perderá en cuanto haga uso de una mayoría que no le corresponde; y en ese mismo momento, los españoles que respeten sus decisiones las respetarán por interés, por imperativo legal o por el placer de ser esclavos, no porque la democracia se lo exija.

Puede que ahora, ante la crudeza de la realidad política, se empiece a entender que nuestro objetivo no debe ser una reforma del Reino, que el propio sistema impide, sino su destrucción. Este Parlamento no nos representa. Este Gobierno no nos representa. Esta oposición no nos representa. Esta monarquía, en suma, no nos representa. Y quizás, si tenemos inteligencia y más memoria de la que hemos demostrado, será la última vez que un voto cautivo nos parezca un voto libre.

Madrid, 20 de noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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