19F · 19 de febrero de 2012

Un sol amarillo ondea frente a la Gran Vía. Es el símbolo del 15M. Y detrás del símbolo, decenas de miles de personas que no llevan las banderitas de plástico de los sindicatos mayoritarios, todas iguales, tan asépticas como su discurso y bien agrupadas en la cabecera de la manifestación, para que los medios digan que era su manifestación, que Madrid estaba allí por ellos y que pide calma, diálogo, paz social. Por supuesto, los medios dicen exactamente eso. El sistema sólo reconoce a los interlocutores del sistema.

Pero a las dos menos cuarto de la tarde, sucede algo: El sol amarillo y gran parte de las decenas de miles de personas que lo siguen, rompen el cordón policial, se olvidan de Alcalá y empiezan a avanzar por la Gran Vía. Hasta entonces, la ciudad había vivido una de sus manifestaciones más extrañas. Nadie sabía dónde empezaban las caras de la rebelión y dónde las caras del paripé. Demasiada gente para que el «juntos pero no revueltos» no se transformara en un «revueltos pero no juntos». Hasta que, poco a poco, el 15M se encontró a sí mismo.

Fue en la Gran Vía, libres por fin de los que no saben si van o si vienen. Banderas republicanas, banderas anarquistas, las pancartas de las asambleas y un sinfín de consignas para prender mecha. Ya no era el movimiento de mayo. Era más revolución, más clase, más cultura, más organización, más acción; una fuerza capaz de marchar con otros por objetivos comunes y capaz de impedir a otros que asesinen el sueño. Cuando entramos en Sol, los del plástico se habían ido. Tenían prisa por comer. Nosotros, por cambiar un país.

Madrid, febrero.





Fotografía de Gabriel. (A.G. Chueca)


— Jesús Gómez Gutiérrez


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