Cortijo · 12 de septiembre de 2012

Es un deseo tan respetable como cualquier otro. Independencia. En España se levanta una piedra y siempre hay un nido de nacionalistas, transparentes como alacranes. No es verdad que el encanto de la secesión se limite a Cataluña, Euskadi y la élite de salvapatrias que se reparten el Estado. Aquí, si no se forma parte de un clan, no se es nadie. Y un clan más un agravio y un trapo, es una nación.

Pero con historia o falseamiento de la historia, incluido el habitual falseamiento de la economía, nadie debería negar que están en su derecho. ¿Más reinos de Taifas? Por qué no, si el más ridículo y tal vez el más depredador es el actual, con sus borbones y sus apellidos de bien que, eso sí, son tan catalanes y vascos como gallegos y andaluces. Lo que no se entiende, lo que produce asco y desde luego desapego, es la actitud de esa izquierda que se somete a la reacción cuando la reacción ondea la bandera de la patria. Eso no tiene nada que ver con la independencia o la dependencia; tiene que ver con la traición a una clase y la renuncia a crear otro tipo de sociedad, catalana, vasca, española, el adjetivo es lo de menos.

Me temo que la España monárquica va a destruir todas las Españas posibles. En parte, gracias a una izquierda que, por no creer en la República ni ser republicana en más sentido que el emocional, tampoco podía explicar, defender y extender la cultura republicana, laica y federalista. Menudo regalo a los mercaderes del concepto de nación; un regalo para hoy, con el Reino, y para mañana, si la tricolor vuelve a las instituciones; un regalo que reduce cualquier país, existente o futuro, a un cortijo.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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