La tierra · 2 de octubre de 2021

Estoy esperando a Garry. Trish me dio su teléfono, y le mandé un mensaje por si aparece. Perdimos el contacto hace mucho. Las vidas cambian, los mundos cambian. Ya hablé con Trish, claro y, por supuesto, con Keith. Merecían saberlo, porque ellos también estaban cuando ella llegó y se cruzó conmigo. Pero una mañana de Madrid es una mañana de Madrid, ¿no? La luz. Espero que Garry aparezca. Se fueron los dos al amanecer, salieron de Muñoz Torrero, cogieron Valverde y robaron una escalera de Telefónica porque un yanqui se había parapetado en la casa por desamores y no les dejaba entrar. Pensaron: pillamos la escalera y entramos por una ventana. Vaya, no pensaron. Yo salí en su busca, imaginándome. No había mucho que imaginar. Gran Vía, primavera, entre semana. La policía ya estaba sobre sus pasos, y les salvé con ésta: son guiris -encogimiento de hombros-, ingleses. A Garry le sentó mal que les insinuara idiotas, o quizá le sentó mal lo de ingleses, siendo galés; pero eso evitó males mayores. Luego, al yanqui se le fue la olla en una fiesta (tiendo a encontrarme con lo peor de mi especie) y le presenté a mi puño porque se estaba pasando un montón con ella, la de la frase: «se fueron los dos al amanecer». Se llamaba Angela. Hablaba de Sheffield, el Norte de Inglaterra, los mineros; tenía sentido de clase. Nos fuimos de aquella casa, un antiguo burdel de paredes verdes como persianas y vivimos juntos en Oso, Rosario, Mira el Sol, cuatro años. Una vez, Garry nos pidió asilo mientras estábamos de vacaciones. Garry no me tenía aprecio al principio (Angela me eligió a mí), pero nos quedamos solos una Semana Santa y, tras un menú del día a pocos metros del Teatro Español, pasamos a hermanos. No he tenido amigos mejores que él. Y nos pidió asilo -decía- y, a nuestra vuelta de aquel viaje de tres libras esterlinas, toda la casa estaba llena de palmas de domingo de ramos, que se habían descompuesto parcialmente y habían conquistado hasta el más pequeño de los rincones, conato de armario incluido. ¿Sabía que Angela jugaba al hockey? Tenía cuerpo de modelo, pero menuda izquierda. Las bombillas estallaban si se despertaba de repente, y nunca olvidaré que, en una de nuestras tremendas, feroces y generalmente inocuas discusiones, rozó mi Olivetti vieja de treinta kilos y la envió a varios metros de la mesa, para sorpresa de ambos. Las sombras. Trish habló con la ex de Garry y me consiguió su número de teléfono, allá en Australia. He llamado varias veces. Le he escrito. Nada. No recuerdo si coincidió alguna vez con Betty, que se sentaba en el mismo balcón donde se sentaba él y miraba la calle de Madrid con ojos de asombro y revelación, viendo un planeta que jamás habría creído que existiera, de vecinos que se sentaban fuera y charlaban, muy parecidos a los del barrio donde me crié. Betty era la madre de Angela, huelga decirlo. Lo que sí recuerdo, y de ahí la referencia, es que nunca había visto a Garry tan enamorado de la vida como Garry en la misma posición de Betty. Angela comentó algo al respecto. Angela Fallon. Angela Fallon Lambert. Tengo que hablar con él. Tiene que saber que aquella chica a la que tanto quería, aquella chica a la que tanto amé, falleció a finales de agosto, eternamente más joven que nosotros. Recibí una carta de su hija a mediados de septiembre. Molly me había escrito a principios, pero no la vi hasta entonces, horas después de que mi querida Marcela me anunciara el fallecimiento de Mario Roberto. Según mis cálculos, murió una de esas noches en las que Aitana y yo puenteábamos el calor en la Casa de Campo, oscuridad de bosque, tormentas, luna. Al menos, esta vez supe que una parte de mí se había ido. No diré más sobre esta vez. Ahora es octubre y, bajo el viento que juega a frío o calor, típico de Castilla cambiando de máscara, la tierra insiste en aferrarse a la tierra, sin dejarse arrastrar. Estoy esperando a Garry. Trish me dio su teléfono, y le mandé un mensaje por si aparece.


Madrid.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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