La amistad · 8 de enero de 2022

Moru, del que he hablado alguna vez, llegó a Madrid hace quince años, más o menos. Plantó su negro y largo cuerpo delante de mi portal y empezó a vender películas, ganándose enseguida la admiración de muchas féminas del barrio y de algún varón, para su incomodidad. Dos semanas después, ya éramos amigos. Teníamos en común a las damas latinoamericanas de la peluquería de al lado y, por si eso fuera poco, yo le compraba cine a espuertas y le regalaba ropa vieja, que él se ponía cuando encajaba en su rollo de dandy o vendía a quién sabe quién. No obstante, nunca he tenido demasiada ropa. Nuestra amistad no se basaba en el textil (tampoco en las botellas de vino o champán que le caían de vez en cuando), y creo yo que fue creciendo con los años por la fuerza del roce y la simple y superficial razón de que nos caíamos bien. Durante un tiempo, fue todos mis amigos; el único que preguntaba de verdad y fingía preocuparse; luego, encontró un empleo fijo en la construcción y desapareció de la existencia del puñado de vecinos que le teníamos por un miembro de nuestra familia. Yo me alegré. Siempre supe que no sería otra víctima de la calle. Cuando las damas cubanas y dominicanas anteriormente citadas le pusieron Moru (por moro), en lugar de llamarlo por su nombre (Mohamed), hizo lo que hay que hacer en estas situaciones, aceptarlo y, en todo caso, alegrarte de que te hayan colocado un mote decente. Tenía empaque, resistencia y sentido del humor.

Hace unos días, subiendo por Espoz y Mina, una mano se plantó en mi brazo izquierdo. Era Moru. Iba con una joven bastante mona del otro lado del charco, que se mantuvo a alguna distancia mientras mi amigo y yo nos abrazábamos, sonreíamos, vacilábamos, en fin, lo que hacen los amigos. Estaba igual. Hablamos un rato y quedamos en que se pasaría por aquí y llamaría al portero automático, como hacía cuando no podía dejar su mochila de películas con nuestras queridas peluqueras. A mí me dio la mayor alegría de todo el año. Por una vez, no era cosa de muertos y disgustos variopintos. Y él se fue al Norte y yo, al Sur, donde al cabo me encontré con Ibrahim, tan distinto a Moru que ni su tono de piel se parece nada, y eso que es básicamente el mismo. Ibrahim no aterrizó en Madrid con suerte. Vive en la calle, y ni siquiera sé cómo se las ha arreglado para sobrevivir tanto tiempo en un espacio tan destructor. La calle es fantástica cuando es sitio de paso, pero zarandea, golpea y hiere incluso a los que nos limitamos a vivirla más de la cuenta, necesitados de su discutible afecto y, sobre todo, de ver por sus ojos. En general, la cosa es ésta: sabe que, si tengo, le doy, empezando por algo de efecto difícilmente calculable, los salvoconductos que mi presencia pueda facilitar. Quién sepa del mundo, sabrá que los amigos son importantes. No lo que se suele entender por amigos (en mi opinión, sólo sirven para tomar copas, si es que sirven), sino los camaradas de una causa o, sencillamente, como aquí, los del camino. Mis pases son suyos y, de paso, sospecho que no tengo más problemas a ciertas horas porque los suyos son míos.

Pues bien, mi maltratado y altamente puteado amigo Ibrahim ha hecho algo esta semana que nos dejó a mi acompañante y a mí tan helados como sus manos (ayer me contó que le han robado los guantes): de repente, salió del Pasaje de Matheu, fue directo hacia nosotros y alzó una rosa, que nos dio. Le dijimos «no, tío, véndesela a alguien»; él dijo «no, es vuestra» y se fue sin esperar la chatarra de costumbre. Era la noche de los Magos de Oriente y, aunque su regalo no fuera el mejor que he recibido, provocó lo que estoy escribiendo ahora. Soy poco de Lope en materia de amigos; no creo que sean la mitad del alma, sino algo más caprichoso, que sólo se diferencia de una forma de amor porque Quevedo acierta cuando concluye su definición de esta manera: «Mirad cuál amistad tendrá con nada/ el que en todo es contrario de sí mismo». En todo caso, espero que Ibrahim escape de la calle como escapó Moru, y que no nos volvamos a ver porque consiguió un empleo, se ganó el cariño de una chica y encontró resguardo en un lugar cuyas paredes no son las barras de un andamio.


Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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