Cementerio · 8 de marzo de 2022
Yugoslavia, Irak, Libia, Siria, Afganistán. Sólo son los nombres de las últimas víctimas de EEUU, cuyo historial de invasiones, intervenciones militares y golpes de Estado llenaría varias páginas. El gigante americano vive de la guerra desde su fundación, y no se volvió precisamente más escrupuloso cuando la caída de la Unión Soviética puso fin al mundo bipolar e inauguró el unilateral, es decir, la impunidad absoluta. Si tropezaba en lo económico, inventaba conflictos o los sacaba de quicio para conquistar mercados y dañar a la competencia; si tropezaba en lo ideológico, alguien tiraba de doctrina del shock y desviaba la atención de los cada vez más precarizados ciudadanos de occidente, que no deja de sumar millones de pobres a los miles de millones de la cuenta global. Nadie le podía parar los pies. China no estaba preparada y, en cuanto a Rusia, iba de humillación en humillación mientras la OTAN se acercaba a sus fronteras, incumpliendo el compromiso al que había llegado con los liquidadores de la URSS.Ése es el contexto y, en gran medida, el proceso de la guerra de Ucrania. Durante años, Moscú se ha limitado a pedir que su vecino se mantuviera neutral, que se respetaran los derechos de las repúblicas del Donbass y se reconociera la soberanía rusa sobre Crimea. Nada que no pidiera cualquier nación en circunstancias similares; nada excesivo, en todo caso; nada aceptable para EEUU, que necesitaba tensar la cuerda porque no se juega otra colonia en el Este de un continente ajeno, sino el mantenimiento de su hegemonía. Desde ese punto de vista, la reacción final de Rusia carecía de importancia. Las bombas no caerían en Washington; pero los beneficios, sí y, cuando se llegue al inevitable acuerdo de todo encontronazo entre potencias nucleares, habrá robado más terreno a su rehén más lucrativo, la UE. Por suerte, no estamos en 1914; con el grado actual de ignorancia y sumisión populares, los europeos se dejarían llevar a las trincheras y morirían con la ética y el derecho en los labios, repitiendo la propaganda televisiva en defensa de lo que un tal Eisenhower definió como «el complejo militar-industrial». Por desgracia, esta vez no hay un movimiento revolucionario que pueda aprovechar el desgarrón de los enfrentamientos entre bloques; la izquierda europea se ha encargado de ello.
Ahora bien, quien atribuya la impunidad de EEUU a los cañones, olvida el factor principal: el control de los medios de comunicación, encargados de justificar sus aventuras, imponer la narrativa más conveniente (armas de destrucción masiva, derechos humanos, etc.) y ocultar las consecuencias, aunque tengan el volumen del millón de muertos que provocó en Irak (la mayoría, civiles). Al fin y al cabo, estamos en sociedades mediáticas, determinadas por el soma del espectáculo informativo y los 11 principios de propaganda de Joseph Goebbels. Pero el grado de uniformidad que estamos viendo a propósito de la guerra de Ucrania, y que ya estaba en la reacción fundamentalista ante el covid, sería inviable sin lo que me ha empujado hoy a escribir estas líneas: una represión continuada y creciente del pensamiento crítico, que ha convertido Europa en una dictadura cultural donde todo lo que discuta el discurso sistémico se reprime o excluye. El mal no está sólo en los medios. Incluso contando con un aparato de propaganda tan formidable como la plana mayor de la prensa y la televisión; incluso contando con un sistema educativo destinado a formar adictos a la máquina, hace falta algo más para que una población tan castigada se sume invariablemente al carro de sus explotadores directos, sin alegrarse siquiera de sus reveses ni comprender que su única oportunidad -ya que son incapaces de devolver los golpes- está en los tropiezos del sistema.
Hace unos días, bromeaba diciendo que, si Valle-Inclán viviera hoy, invertiría una de sus sentencias más famosas y la dejaría así: «Europa es una deformación grotesca de la civilización española», es decir, de lo grotesco. El conflicto de Ucrania terminará, como terminan todos; el poder fabricará otras trampas, y la mayoría vivirá cada día peor, engañada con lo que toque, aferrada a la enfermedad de la cultura pequeño-burguesa que niega la verdadera guerra, la de clases; pero hay caminos que son abismos: cuando se llega al extremo de prohibir a autores y cineastas rusos (Dostoievski, Tarkovski, en fin) en filmotecas y universidades, se llega más allá del punto sin retorno. El antiguo continente de las artes y las letras quiere ser un cementerio intelectual. Tendrá ocasión de lamentarlo.
Madrid, marzo.
También publicado en Liberación.
— Jesús Gómez Gutiérrez