Parteluz · 5 de enero de 2010

1. Desaparecía la estela de las campanadas, y su espuma última, la pegada en las copas vacías del año nuevo que ya era tarde, daba paso al trabajo por lo que Jano contaba a Ovidio en sus Fastos: para evitar un auspicio de pereza (es un decir). Durante el primer descanso de aquel 1 de enero, cuando quedaba poco café y el cigarrillo se había consumido, se presentó un silencio a gritos que no encajaba, que no pertenecía al centro de una ciudad ni a una habitación con balcón al patio ni a unas paredes de papel rodeadas de vecinos. Duró poco; y al parecer, la realidad no sufrió cambio alguno en ninguna parte.

2. Días después, lunes, los pasillos del Metro están llenos. En una esquina, hay una mujer que parece esperar o quizás dudar sobre la dirección a seguir. Podría tener algo más de setenta años, pero también poco más de cincuenta, porque su pelo, sus dientes, su ropa, llevan el desaliño de la pobreza de un modo muy acusado. Parece una bruja de cuento, o la matriarca de un relato romántico en un bosque del este. Parece abandonada; su cara, de ojos negros, es desconsuelo puro; sus manos, muertas al final de dos brazos caídos, tendrían el mismo aspecto si se frotaran nerviosas o se alzaran en súplica. No habla, no pregunta, no pide. Como son las once, hora de estudiantes, jubilados y algunos ejecutivos que van con prisa, nadie se interesa por ella.

3. En la madrugada del 31 de diciembre, el hombre sube por una calle que tiene detalles de muchas y traza de dos: Toledo a punto de llegar a la Plaza Mayor y Velarde a punto de llegar a la plazuela que forma con Fuencarral y el final de Corredera. Va solo, pero los encuentros de un sueño son tan fáciles que enseguida tiene compañía. Intercambian palabras sobre el lugar y se tocan, mano a talle, mano a brazo, con un principio de complicidad. De repente, la calle termina entre las cuatro paredes de un edificio grande como una lonja, de piedra amarilla, sin techo, sin ventanas en los vanos, sin una mala viga que haga sombra al sol; sólo las cuatro paredes altas de un castillo al que el tiempo ha robado la estructura interna. Debajo, a sus pies, un libro; son las Heroidas, veintiún cartas de amor de heroínas mitológicas a sus amantes y de estos a aquéllas, en relación de 18 a 3, respectivamente.

4. Cuando Ovidio pregunta a Jano por qué se ofrecían monedas al año entrante, el dios ironiza: «Qué poco conoces tu siglo si crees que la miel resulta más dulce que la moneda que se recibe». Dinero llama a dinero; pero con poco más del salario mínimo, lo que llame no pagará el chocolate de una Noche de Reyes. Puestos a esperar, que el 2010 invierta palabras en un destierro en Tomis; y no por las políticas del emperador, sino por Julia.

Madrid, cinco de enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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