El corazón de 21 · 23 de mayo de 2010

A finales del siglo pasado, una banda de delincuentes asaltó el barco del estanque y aligeró de pertenencias a los pasajeros, que a continuación se acercaron a la comisaría de Huertas y se convirtieron oficialmente en los primeros ciudadanos que presentaban denuncia por piratería náutica en el centro de Madrid. No es la anécdota más conocida del parque del Retiro; sólo es la que conviene a la historia, que empieza muchos años antes, de noche, con un zambullido y un nadador:

Entre los presentes, 21 ha sido el único en saltar; se ha quitado las zapatillas de baloncesto, los vaqueros y la camisa de cuello Mao y se los ha dejado a 25, otro de los que aceptan apuestas absurdas. Pero la apuesta no tiene nada que ver. Lo ha hecho porque sí, porque verano, calor, no hay luna, porque el parque está desierto y el último coche de policía se aleja hacia la Glorieta del Ángel Caído, lo cual concede un margen amplio aunque del todo innecesario: a cinco o seis metros de la orilla, sólo es un borrón; a quince, ya no se ve. Y a medio camino, mientras sus amigos empiezan a andar para reunirse con él en la meta, 21 cambia el crol por la espalda, da unas cuantas brazadas y se detiene.

No hay ciudad, ninguna; hasta las formas de los árboles son un bloque de oscuridad sin volumen frente al que brillan farolas cuya luz también parece un trazo. Sonido, el del agua. Movimiento, el del agua. Los ojos buscan las estrellas y piden al cuerpo que cambie de posición, sin perder la horizontal, para ajustar la ventana del planisferio. 21 no sabe que ese observatorio entre olas negras, carente de formas de vida porque el estanque se acaba de limpiar y aún no han echado los peces, será el mejor y más excepcional desde el que mire por muy alto que suba y por muy despejado que sea el mirador. No hay ciudad, se ha dicho; ninguna: correcto en el mundo de arriba e incorrecto en el de abajo, cuyo sonido cavernoso tiene la huella de sirenas, vehículos, músicas mezcladas y el temblor de los túneles del Metro.

Es hora de volver. 21 retoma el crol y funde la ciudad sumergida y la del aire con el giro de cabeza, inhalar a un lado, exhalar dentro, ritmo de dos a cuatro batidos. Quedan sesenta metros, diez por encima de un largo, poca cosa. Cuando está a punto de llegar, llama a los demás y los tienta. 25 duda y acepta el desafío. Le siguen las dos 23, una 24, un 18 y por fin el resto, liberados de toda o casi toda la ropa. Oficialmente, el primer acto de piratería náutica en el centro de Madrid se produjo en 1998; extraoficialmente, el primer pirata de estas aguas fue primera, 24; y su botín, a punta de desnudez, el corazón de 21.

Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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