De la ficción · 7 de abril de 2011

Dicen que Merimée quedó tan impresionado con aquella mesonera de Puzol, localidad de Valencia, que la usó como modelo para Carmen; de ser así, se entendería especialmente lo que escribió a Stendhal en una de sus cartas: «he pasado veintiún días en Valencia sin aburrirme». Pero eso sólo se dice; más seguro, como sabemos por el agradecimiento que le dedicaría después, es que la propia historia de Carmen proviene de una anécdota que le contó María Manuela Kirpatrick, condesa de Montijo, durante una de sus veladas en España.

Por desgracia para el autor, Carmen se conoce más por el libreto de Halévy y Meilhac para la ópera de Bizet, lo cual explica que generaciones enteras de lectores rehuyan la novela. Es un error; el libreto, que mantiene muchas de sus virtudes, carece de la precisión y la sobriedad de Merimée, no menos descaradas y adelantadas a su tiempo que la precisión y la sobriedad de su gran amigo Stendhal, cuya idea del estilo era, como también sabemos, «la del Código Civil». Pero Carmen o Carmen, nace del suceso de un «valentón de Málaga que había matado a su querida».

Entretener, enseñar, enamorar, crear y recrear son verbos fácilmente asociables a la literatura. Sin embargo, la literatura también es la historia que la Historia no puede contar porque reventaría su ámbito y que el periodismo no quiere contar porque se opone a su razón política, que es la del poder desde que Julio César lo inventó con sus Acta Diurna del Foro: la historia de los que no llegan a tener una línea en la gran ficción de la memoria colectiva. El valentón de Málaga, su querida, los prejuicios, la libertad, una anécdota de sangre contada por una condesa a un escritor.

Merimée también fue responsable del primer artículo de prensa que se publicó en Francia sobre el Museo del Prado, Los grandes maestros del Museo de Madrid (L'artiste, 1831). Le interesaba el rey de los naturalistas, de la realidad más real, quien todavía hoy nos ofrece toda su época y toda la condición humana en rostros de pícaros, enanos, ancianas, locos, bufones y mendigos; le interesaba Velazquez, hasta el punto de que realizó dieciséis copias de sus obras que más tarde regalaría a su amante Valentine Delessert, hija de un personaje que paradójicamente contribuyó a crear la visión romántica y en tal sentido antinaturalista de España, Alexandre de Laborde. Pero hay paradojas mayores.

En la vida privada, Merimée era lo mismo que Stendhal; un «enfermo de exotismo», como dijo Alberto Moravia, aunque el primero estuviera enfermo de España y el segundo, tan borracho de Italia que nos ha dejado el síndrome de Stendhal, la sobredosis de belleza; pero sobre todo era un gran mentiroso, es decir, literatura en estado puro; y aquí no me resisto a citar lo que Stefan Zweig afirmó sobre el autor de Rojo y negro: «Pocos hay que hayan mentido tanto y con más pasión mistificado el mundo, pero pocos hay también que hayan dicho más profundamente la verdad».

En el fondo, la literatura existe porque, si no existiera, nadie contaría la verdad; viviríamos huérfanos en un mundo de noticias que, en esencia, constituyen el culebrón romántico y excluyente de los grandes, donde las caras que nos llegan no son las caras de los protagonistas de la historia, los bufones de Velázquez, la mesonera y el valentón de Merimée, los personajes que Stendhal sacó en 1828 de La Gaceta de los tribunales, las putas y los mendigos que Caravaggio y José de Ribera, tan relacionados con el pintor de Sevilla, utilizaban como modelos para sus santas, sus filósofos y sus aristócratas.

Parte del vértigo del presente es el vértigo ante una serie de acontecimientos que aún no tienen literatura. Cae una silla, asesinan a una mujer, estalla una guerra, miles de mendigos utilizados en Japón para limpiar desechos nucleares. Tal vez sepamos por qué en el sentido más instrumental. Tal vez conozcamos las piezas y hasta varias narraciones de las piezas; a fin de cuentas, la política inventó el periodismo para disponer de su propio género literario. Pero no entenderemos nada, no nos reconoceremos, hasta que un hombre y su amante encuentren a un autor.

Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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