Desconocidos de valor marginal · 27 de noviembre de 2012

Me lo dijo así, que diera ejemplo y renunciara a mis royalties; como si la posibilidad remota de que algún libro se venda mucho alguna vez y me deje diez céntimos fuera un crimen de lesa humanidad. Y como le dejé hablar, muerto de risa por dentro, muy divertido con la vieja y estrambótica imagen de la arrogancia superpuesta a la ignorancia, añadió que renunciara a mi sueldo de traductor literario, que para qué los traductores humanos si ya estaban los automáticos y los lectores dispuestos a trabajar por amor al arte.

Empezando por el final y resumiendo, mi razón le habría dicho: que trabajar por amor al arte no es sinónimo de trabajar gratis para una empresa; que los traductores automáticos son ridículamente inútiles para la literatura y, de momento, casi inútiles para lo demás; que mi sueldo es miserable, como corresponde a un país que trata miserablemente la palabra escrita y que, en el asunto que le preocupaba, el problema nunca ha sido el derecho de los autores, sino el concepto de propiedad intelectual al servicio de los intermediarios.

Pero no dije nada. Sé que elegí una fuente de ingresos tan anecdótica como la profesión a la que intenta servir en mi caso, la de poeta. Somos desconocidos de valor marginal; poco en la traducción literaria y menos en la poesía. Nadie está obligado a saberlo. Les llega el goteo de los parásitos que infestan la cultura y se lían a golpes con las víctimas de esos mismos parásitos. Además, al traductor se le estaba haciendo tarde; así que habló el poeta: «Tú eres gilipollas, chico».

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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