Tren · 10 de diciembre de 2012

Quince minutos después de empezada la función, supe que yo no existía y que la práctica totalidad de las personas que conozco tampoco existían, sin grandes distinciones en cuanto a edad, cultura, etcétera. No se escribe para nosotros. No se representa para nosotros. No se habla para nosotros. Por motivos largos de contar, el teatro español ha terminado en cátedra de diletantes que ni siquiera están en su tiempo.

Al cabo de un rato, las calles de Madrid dicen que el mundo sigue de viaje, cruzando Alemania en un tren, y que no importa lo que las tablas digan. Ojalá que las costuras del periodismo y de la política saltaran con tanta facilidad. Salir a la calle y entender, como en esa noche de niebla. La gente se reiría al recordar que días antes, el 6 de diciembre, todos los periódicos de la presunta izquierda se preguntaban si había que reformar la Constitución del 78 y darle un toque de rosa. Evidentemente, no han visto el tren. ¿A quién lleva? Y al no entender el mundo, tampoco entienden hasta qué punto es ridículo su afán por vendernos aquí, en España, una segunda transición; ahora con el monigote de una monarquía federal, participativa e igualitaria.

Disculpen el tono; elegí el presente y ya no respeto el lenguaje que se presupone a los que hablan en público y de la res publica. El fin de semana, tras diez días de silencio, tiré de memoria entre Barquillo y Prim y escribí estas líneas. Son cómplices; pero estamos entre amigos, en familia, inexistentes, todos expulsados. Y entre nosotros, sobra decir que ese tren no lleva a un segundo Lenin, sino el sueño que se perdió.

Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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