Basura · 13 de noviembre de 2013

Basura, más basura, toneladas de basura. Va a parecer extraño, pero me gusta la basura de las calles de Madrid. Es una manifestación excepcionalmente descarnada del estado de las cosas y, como cualquier manifestación que renuncie al disimulo, tiene algo de bella. La fealdad está en la injusticia, incluso entendida como distorsión. ¿Superficies limpias para un mundo sucio? Eso es fealdad. Cuando la estética de lo político adultera lo real, no armoniza; resta perspectiva, emociones y elementos de juicio. En política, el naturalismo literario debería ser dios, tanto si evoca rosas como si convoca ratas.

Aquí, convoca ratas. Y hay que ver lo que dicen los escapistas y sensibleros del espacio colectivo: que ya está bien, que no es asunto nuestro. La basura no les incomoda por insalubre, sino porque no desaparece entre sus refugios individuales y la realidad disminuida o inventada de la prensa y la televisión, que a todo le pone un lacito rosa. Cuando salen de casa, está ahí. Cada vez que salen de casa. No se limita a ocupar un instante de atención, como la noticia que pasó entre el consenso de los anuncios. Es omnipresente. A base de plásticos, cartones, comida putrefacta, cadáveres de palomas y miles y miles de resguardos de cajeros y tiendas empapados de orín, restituye el aspecto real del mundo y los enfrenta a su dejación del ejercicio de la ciudadanía, que el cuento de hadas reduce al voto.

Toda esta basura es suya. No han decidido que infeste Madrid, pero se han cruzado de brazos y hasta en su mal dirigida indignación, que iguala a huelguistas por necesidad y políticos por saqueo, son culpables. Quizás ahora, al pisar las consecuencias que se funden con los adoquines, tengan un acceso de lucidez y se declaren, con nosotros, naturalistas. Cosas más raras se han visto. Durante los raros procesos que permiten ver.


Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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