Limpieza · 6 de noviembre de 2013

El mundo de los trabajadores de la cultura no suele ser un cuento de emprendedores, sino una selva de autónomos, falsos autónomos, semiesclavos y gentes que se montan una pequeña sociedad para publicar libros o mantener una compañía de teatro. Éramos precarios mucho antes de que se empezara a hablar de precarios, y siempre hemos tenido algo en común con los barrenderos y jardineros de Madrid que quemaban desperdicios en la Puerta del Sol: a efectos sociales, la cultura es el servicio de recogida de basuras que la política no puede ofrecer. Cuanto más mordaz, plural, independiente y extensa sea, más limpias están las calles. No se limpia mejor por hablar más o menos de la propia calle; se limpia mejor por crear mejor y, en última instancia, la precariedad de los trabajadores asegura que los ciudadanos terminarán de mierda hasta la coronilla.
La reunión de Minerva estaba tan mal planteada que solapó lo más fácil: salarios y precios. Si los primeros no están a la altura de los segundos, sólo gana el que puede hacer trampas, es decir, el grande. Seguro que eso se entiende. Y seguro que también se entiende esto: una política de Estado implica una elección de beneficiarios, que es una elección de objetivos. ¿Qué se quiere tener aquí? ¿Un decorado llamado cultura? ¿O una estructura razonablemente sólida, con las escobas, los camiones y los brazos necesarios para cumplir su función? Desde 1939, todo está dirigido al decorado. Recuérdenlo la próxima vez que los engañabobos mediáticos les hablen de alfombras rojas. Y por favor, apoyen a los trabajadores de la limpieza.
Madrid, noviembre.
— Jesús Gómez Gutiérrez