Uniformes · 3 de diciembre de 2013

No sé si habría aprobado el examen de músicos callejeros; supongo que, de no ser más que eso, un examen, sin contar antecedentes políticos ni puntos por linaje y amigos, tendría alguna posibilidad. Se me daba bien. Tuve buenos maestros con la guitarra, mi voz no es del todo inaceptable y, desde pequeño, sé lo que hay que hacer para agradar a un examinador en misión de policía. Si va de tradicional, tú tradicional; si va de guay, tú guay; pero con cautela, para que no se encienda ni una lucecita roja en su panel de lucecitas.

No ser, no saber demasiado, que nadie te interprete como amenaza posible en lo ideológico, lo creativo y lo estrictamente físico, que también tiene su cosa; a ver si aquélla se va a fijar en ti y no en él y la cagaste, burlancaster. Luego guitarra al muslo, afinar y, en fin, suerte. Tratándose de policías, los clásicos son una opción segura; nunca saben que aquel compositor era un revolucionario ni aquel guitarrista flamenco, un radical; sólo saben que hay sonidos que les suenan peligrosos, como determinados colores o formas de vestir. Y así con todo, siempre, mimético. El país no establece controles de caminos para impedir el paso, sino para imponer uniformes.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do/nde el quórum ve un chiste, una alcaldada, un antojo irrelevante y algo fatuo, está el discurso más profundo del poder. Ahora se meten con los músicos callejeros porque ya han fundido a los demás con el paisaje; como en la palabra escrita, se trata de establecer a quién le sienta mejor la cofia y la librea y, si no dan para criados, quién pasaría mejor como animal de compañía.


Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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