Especies · 13 de marzo de 2013

Lógicamente afectada por su desconexión del Colectivo, 8D10 se dedicó a construir un cubo que la llevara de vuelta al espacio borg. Fue rápida, eficaz, exacta hasta en el menor de los detalles. Desmontó ordenadores, batidoras, andamios, pasarelas, plataformas, pantallas, barras, linternas, tostadoras, radiadores, altavoces, neones y varios miles de objetos metálicos de color verde sin filiación precisa y los conectó con un total —según sus cálculos— de 22.407 metros de cable más un coma nueve, nueve, nueve y etcétera. Cuando estaba a punto de partir, notó que le faltaba un juego de hélices.

—Hélices —pidió en un mostrador.

En la cabeza del dependiente sonó la canción de una Venus que decía «prueba el látigo y suplícame», pero sólo dijo:

—¿De qué tamaño?

Silencio. El ojo biónico de 8D10 giró más rojo y más biónico.

—Hélices —repetición.

—Enseguida —disculpa.

Dos varillas penetraron la piel del ferretero, que aún la estaba imaginando de dominatriz. 8D10, cuero por fuera y cuero por dentro, le inyectó las nanosondas con una eficacia empapada de piedad: humano, sin casa, precario, sin paro. «Prueba el látigo y suplícame», insistía la canción de la nueva conciencia colectiva. De camino al cubo, 8D10 entró en una tienda de juguetes sexuales y salió con otro borg y una colección de trallas.

Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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