Digno · 20 de septiembre de 2019

Los revisores suben al autobús. Hacía tiempo que no veía ninguno; quizá por las horas o quizá, porque soy más del Metro, que además de revisores, tiene guardias de seguridad y, de vez en cuando, policía secreta, municipal y nacional. Pero suben, vaya, trabajadores que hacen su trabajo, tan digno como otro cualquiera. Y piden billetes por aquí y por allá. Y comprueban los billetes en sus maquinitas. Y, de repente, una señora con aspecto de trabajar veinticuatro horas al día y cobrar una miseria les confiesa tímidamente que no sabe dónde ha metido el suyo.

Los trabajadores que hacen un trabajo tan digno como otro cualquiera son implacables. Si no tiene billete, multa. Treinta euros para una señora con aspecto de trabajar veinticuatro horas al día y cobrar una miseria; treinta euros, que son muchas comidas. ¿Habría cambiado algo si alguien hubiera intervenido en su defensa? No, porque alguien interviene y da lo mismo. La ley es la ley. Las normas son las normas. Y no se tiran al qué pasaría con el mundo si se incumplieran leyes y normas porque no son niños de teta ni idiotas monumentales, sino trabajadores que hacen un trabajo tan digno como otro cualquiera y nunca, nunca, nunca (ejem) harían la vista gorda.

Defendido el sistema hasta las últimas consecuencias e implantada férreamente la civilización, los revisores adoptan la indiferencia de las almas nobles y se bajan en la siguiente parada. La señora espera hasta el final, que es Callao. Hay que ver su cara.


Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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