Horquillas · 25 de marzo de 2009
1) La búsqueda de casa, que pudo y todavía puede terminar en traición obligada al barrio, me ha permitido mejorar el conocimiento del suelo. Entiéndase, normalmente miro las fachadas y los tejados que tengo delante o, subvirtiendo cierta recomendación familiar sobre actitudes públicas, las fachadas y los tejados del fondo; tiene que pasar algo muy excepcional para que acorte la mirada, pero la desesperación y el agotamiento la han empujado tanto más abajo que sólo veo adoquines torcidos, deformados, desplazados y ausentes en augurio de lo que sucedió en La leyenda de la ciudad sin nombre. Por las calles que se hunden, puntualizo. O en la excepción del juego, al distinguir las horquillas que siempre me guardo, por Jean Seberg.
2) Éste es otro pavimento. No está aquí, pero diré a modo de pista que hay una piedra blanca y que, según dicen, fue en ese mismo lugar donde el 25 de mayo del año 1085, el caballo de Alfonso VI, conquistador de la ciudad, se arrodilló. Leyendas, más leyendas, algunas porque la verdad muy alejada lo es inevitablemente y algunas porque nuestra especie soporta cualquier cosa menos la realidad. Pues bien, hay una, deudora de otras, que me contaron cuando cerca de esa piedra encontré un agujero minúsculo, totalmente imperceptible si no me hubiera agachado a recoger un objeto brillante. Muchos metros por debajo, más allá del laberinto de túneles secretos que horadan este monte abrazado por un río, lo cual es decir muchos kilómetros por debajo, el agujero aún sigue y sigue hasta alcanzar la estancia donde el Diablo Cojuelo, liberado de su captor y cansado de enseñar ciudades a gentes como Cleofás, se divierte desenredando una madeja. Cada vez que termina su labor, ata una horquilla a la punta del hilo, la sube por el agujero y espera a que la cojan. Por eso me dijeron: suéltala, niño. Pero claro.
3) Es una cantidad inusitada de palomas para un balcón; se puede explicar por el sol, que ilumina ése y no los demás a esta hora, las dos y media, por un capricho de las alturas distintas del edificio de enfrente. También es extraño que sobre la barandilla repose una alfombra tan pulcra y tan ajena a las consecuencias naturales de coquetear con la escatología, que parece nueva. Y el flujo continúa, van, vienen, despegan, aterrizan, y la alfombra sigue sin mácula, sin un mal excremento o una pluma mientras la acera, en sombra, queda fuera del hechizo. Al cabo de tres, cuatro minutos, el balcón se abre y aparece una anciana delgadísima, de pelo recogido con horquillas negras, que extiende un brazo hacia mí como yo hacia el metal.
Calle de la Palma (Madrid), 4 de marzo.
— Jesús Gómez Gutiérrez