De las ocho a las once · 11 de mayo de 2009

La mañana y las primeras horas de la tarde trazan una frontera entre Fuencarral y Corredera Alta: la primera es multitud que va y viene; la segunda, como todo de este a oeste hasta San Bernardo, pasos y voces que pocas veces forman grupo. Por supuesto, la noche tiene otros planteamientos y cambia los papeles. Pero el sol acaba de salir.

1) Me toca la tercera mesa de las cinco, separadas por tabiques blancos, de la sala de paredes blancas donde una enfermera de bata blanca me pide que extienda un brazo y abre un sobrecito blanco del que extrae una aguja. A partir de ahí, el color: los tapones de los tubos, todos diferentes; el sostén azul esmeralda que se adivina en su escote; las letras desparramadas en los formularios; una carpeta verde; dos bolígrafos azules, uno sin capucha; una línea morada, fina, como un corte, en la mano que busca las venas; mi sangre.

2) Zigzag de calles y entrada por Valverde a la planta tercera del edificio de Telefónica. El mundo de hoy son las 270 fotografías del Nueva York de Arthur Fellig (1899-1968), Weegee, que el folleto de los organizadores de la exposición presenta como «uno de los fotoreporteros más famosos de la historia». Mientras paseo por las salas, casi completamente vacías, entra un grupo de chavales. Su profesora hace lo que el folleto y tira de lo anecdótico para ganárselos: su apodo («procede de ouija»); su acento («Peter Sellers en Dr. Strangelove»); su vida («Joe Pesci en El ojo público»). Cuando doce o trece pares de ojos se clavan en ella con incomprensión, parece que ha perdido. Pero corrige el error, los anima a mirar: los empuja al asombro.

3) En Puebla, antes de subir por Barco, doy lo poco que llevo a un hombre de aspecto parecido al mío que las estadísticas definirían como parado de larga duración y por encima de los cuarenta años. Madrid siempre ha sido un buen aviso político, y esta zona, territorio común de turistas, trabajadores, vagabundos, estudiantes, gentes de profesiones más o menos excéntricas y mucho niño bien que apesta a hijo –o nieto ya- de progresista, abre el juego. ¿Qué realidad se pretende? Las necesidades no son tan etéreas como la moral. Todo aplazamiento, toda cobardía en los salones, pide víctimas.

Madrid, 11 de mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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