Una escapada · 23 de octubre de 2009
1. El cielo se abre por el noroeste, hacia Zamora, y rompe en cuña buscando Salamanca; es una franja estrecha, pero suficiente para que los rojos se extiendan a las nubes del norte y señalen Valladolid, que casi se adivina. El paisaje ha cambiado hace unos minutos; el horizonte se ensancha y los oteros, mesas y páramos de la zona parecen sostener el frente de nimboestratos hasta el último metro del último kilómetro de la Tierra. Pasadas las ocho, ya en la estación de autobuses, cruzo la calle, giro a la derecha y entro en el café de la calle del arco. No llueve, jarrea.
2. Faltan dos días para la Seminci, así que la Valladolid de entre semana sólo es Valladolid sin más, ciudad tranquila, fácil de pasear y fácil de doler, porque la desmemoria arrastra la fecha de la destrucción de su casco histórico hasta el incendio del 21 de septiembre de 1561, pero la verdad es ligeramente más contemporánea: el plan César-Cort (1938), de Franco y amigos. Excusa: la imposibilidad «de cualquier mejora que no parta del principio de la destrucción total de lo existente». Resultado: voladuras y derribos de la mayoría de los edificios históricos, incluidas varias docenas de palacios renacentistas. Lo hicieron bien, con eficacia; Valladolid quedó en poco más que la Plaza Mayor, el Pasaje Gutiérrez, la catedral y la iglesia de Santa María la Antigua, que se va acercando a los mil años.
3. La carretera está desierta. Nada de particular. Castilla León, la mayor comunidad de España y la tercera de Europa, también se encuentra entre las más despobladas; además es de noche, hace frío, llueve a rachas y el viento potencia las alegrías del frío y de la lluvia. Pero eso nos importa poco; el final de la escapada es Toro, en Zamora, donde las sombras todavía pelean por dos reinas, Juana o Isabel, y hay fantasmas, más modernos, que podrían ser un conde-duque. El paseo hasta la Colegiata de Santa María la Mayor, siempre impresionante en la atalaya sobre el río, se hace corto. La mirada quiere más, como la boca: malvasía, garnacha, verdejo, tinta de Toro. Aquí se dice que la argamasa del Arco del Reloj se hizo con vino porque salía más barato que subir agua del Duero. Ya en la taberna, ración de morro y una botella de etiqueta azul.
4. El autobús, que en la ida iba prácticamente vacío, va ahora lleno; se duerme, se lee, se habla en voz baja. Las vistas adquieren poco a poco los bosques y la roca de la Sierra, que corta de este a oeste con un desacuerdo entre cumbres limpias y montañas enteras devoradas por las nubes. Al salir del túnel, casi todos dejan lo que estaban haciendo y miran la franja que aparece al fondo, a cincuenta kilómetros, de pie en un escalón como un reflejo de la propia cordillera. Durante un momento, los ojos olvidan las dificultades, las batallas condenadas al fracaso y el espacio minúsculo, agobiante, donde juega la realidad. Es Madrid, más luz que el sol del occidente despejado. Hora y media después, en Méndez Álvaro, le doy cinco minutos al cigarrillo y bajo al Metro.
Madrid, octubre.
— Jesús Gómez Gutiérrez
Los paseantes / El personaje de G.